sábado, 17 de noviembre de 2012

Idolo (2)



                 Gritaba los  goles de Machado como los de ningún otro. Tenía un póster suyo, inmenso, de papel satinado, dominando la pared de su cuarto.  Se hizo una bandera con su cara y con su nombre. Lloró de tristeza cuando se fue a jugar a Europa,  lágrimas que fueron de alegría cuando volvió.

                Marcos nunca fue al Estadio, vivía en un pueblito del interior alejado de las grandes confrontaciones futbolísticas. Miraba los partidos los domingos en la casa de un tío que tenía cable. Si ganaban se le llenaba la tarde de algarabía, si perdían el mundo se  tornaba triste y oscuro. Cuando hacía un gol  Machado era como si una novia le reafirmara su amor incondicional. Soñaba con conocerlo, con sacarse una foto con él, con que le firmara una camiseta. Le parecía un imposible, como si Montevideo quedara en el otro extremo del mundo. Le había pedido a su padre que lo llevara a ver un partido alguna vez, recibiendo como respuesta que el pasaje a Montevideo era muy caro, y las entradas también, y que ellos eran pobres y no podían pagar tanto por un partido de fútbol.
                          Cuando se enteró de la noticia el corazón se le encabritó en el pecho y pegó un grito de alegría. Se iba a jugar un partido a beneficio en el Estadio Municipal. Por fin vería al equipo de sus amores, por fin tendría la chance de estar con su ídolo, de hablarle, de pedirle un autógrafo, de sacarse una foto. Sus días se colmaron de impaciencia esperando la gloriosa jornada. La noche previa al partido no durmió.

                         Ese día casi no pudo comer por los nervios. Sentía los ravioles atravesados en la garganta cuando salió con su padre para el Estadio. Se abrieron paso a codazo limpio entre la multitud que esperaba la llegada del ómnibus que traía al plantel. El sol caía a pique sobre las cabezas inquietas, los cánticos se elevaban como un conjuro contra la excitación de lo inminente. De pronto, un grito, un dedo señalando, un orgasmo de agitación señalando el acontecimiento esperado. El ómnibus se acercó lento, demasiado lento para los ojos que lo miraban maniobrar, para las bocas frenéticas que, ya desacompasadas, desgarraban la tarde con sus gritos. El rugido se intensificó cuando se abrió la puerta del ómnibus y el primer jugador bajó. Marcos se mantuvo en el borde del remolino que pugnaba por acercarse a los jugadores. Un cordón de seguridad, formado por hombres con aspecto de luchadores de sumo, se prodigaba tratando de contener a la multitud.  Cuando Marcos reconoció a Machado descendiendo al pavimento, supo que ése era el momento. Machado ya estaba a pocos pasos de su posición. Miró al guardia más cercano, debordado por la agitación de un mar de manos que pugnaban por tocar a los ídolos. Dio un paso en el  momento justo para quedar frente a frente con Machado, que tuvo que detener su marcha.
-Tigre, maestro, ¿Me firmás la camiseta?
Machado, detrás de sus lentes negros, no movió un músculo. Orientó su cuerpo de forma de pasar junto al de Marcos, como un barco presuroso que se aleja indiferente a los gritos de auxilio de un náufrago. Marcos quiso seguirlo, dio un paso, pero dos brazos como anacondas lo inmovilizaron, mientras la espalda del ídolo se alejaba.
                             El partido fue una práctica. El equipo local, inferior física y futbolísticamente, nunca pudo estar a la altura de los capitalinos, que jugaron a media máquina. Un rato antes de terminar el partido, Marcos y su padre intentaron acercarse al vestuario. Un urso con cara de pocos amigos les frustró las intenciones.
-No pueden pasar. Sólo prensa.
                               Resolvió jugarse el cartucho de su última oportunidad esperando junto al ómnibus. Casi una hora después, los jugadores comenzaron a recorrer el camino inverso al que habían seguido antes. Esta vez alcanzó a tocar el brazo de Machado cuando pasaba. El Tigre eludió el contacto de un manotazo, apartándose un poco al mismo tiempo.
-¡Tigre, ¿Me firmás la camiseta?
Machado hizo un breve gesto de fastidio, pasándose la mano por el brazo como para sacarse una pelusa. Sin decir palabra, siguió caminando hacia el ómnibus, diluyéndose rápidamente, como una alucinación quebrada de repente por la insoportable tiranía de la lucidez.

sábado, 10 de noviembre de 2012

El hombre de la casa



Jorge terminó la tostada, dio un último sorbo al café, miró la hora en su reloj de pulsera y se incorporó, dejando un breve beso en los labios de su esposa antes de irse.
-Nos vemos luego.
Manejó con impaciencia, sabiendo que llegaría sobre la hora a la entrevista. Era un obsesivo de la puntualidad, le gustaba estar en todos lados al menos media hora antes de lo estipulado. Debido a la falta de lugar para estacionar, tuvo que hacerlo a una cuadra del edificio. Se presentó y tuvo que esperar quince minutos antes de que lo atendieran. Una mujer joven, con una sonrisa que parecía pintada en su cara, lo hizo pasar y, después de hacerle unas preguntas personales, le dijo que debía completar unos test. Dos horas después, pasadas todas las pruebas, preguntó cuándo se conocería el seleccionado para el puesto. La mujer, sin alterar el rictus de su boca plastificada, le contestó que si en dos semanas no lo llamaban era porque no había sido seleccionado.
-Que tenga un buen día, gracias por todo.
Caminó un rato dejándose desgastar por la mañana. Al pasar por un ciber alquiló una máquina y estuvo mandando curriculums y leyendo clasificados, hasta que la tenaza del hambre apretándole bajo la camisa lo hizo detenerse. Recordó que había quedado en verse con Luis, un amigo de toda la vida. Hacía tiempo que no se veían ni hablaban, absorbidos por sus rutinas. Corrió, logrando llegar apenas tarde.
-Hola
-Hola ¿Cómo andás?
-En la lucha. ¿Pediste algo?
-El plato del día, ternera al horno con puré. ¿Qué vas a pedir vos?
-¿Cuánto sale eso?
-Ciento ochenta.
-Mmm, no, no tengo mucho hambre. Un sándwich de jamón y queso y un refresco está bien para mí.
Hicieron el pedido y retomaron la conversación.
-¿Cómo andás? ¿Adriana bien? Hace tiempo que no hablamos.
-Por eso te dije para encontrarnos. Por eso y porque tengo un problema y quizás puedas ayudarme.
La cara de Luis cambió después de estas palabras. Se inclinó hacia Jorge con gesto de preocupación.
-¿Qué pasa negro? ¿Problemas con aquella? Sabés que podés contar conmigo para lo que necesites.
-No, no. Con Adriana está todo bien… por ahora. El tema es que me quedé sin laburo.
-Que cagada che. ¿Qué pasó? Si vos estabas re bien en la fábrica.
-Tuve una discusión muy fuerte con el tano, tanto que terminamos yéndonos a las manos. Me despidió.
-¿Y por qué fue la pelea?
-Yo te conté como es el tipo, es insoportable, una basura de persona, trata a sus empleados como la mierda. Yo ya le había aguantado varias, pero ese día exploté. Me vino a reclamar por una entrega atrasada, le expliqué que no era culpa nuestra sino de los proveedores, no me dio bola, me empezó a gritar, me faltó el respeto y no me aguanté. Fueron cinco años soportando esos destratos. Al principio me callaba la boca, pensaba en cuidar el laburo. Pero llegó a un punto que se me hizo insoportable, aparte está cada día peor, no hay quien lo soporte, te juro.
-Es que trabajando con un tipo así terminás enfermándote. Mira Jorge, no hay mal que por bien no venga, algo mejor te tiene que salir. ¿Cuánto hace de esto?
-Tres meses. No sé, al principio pensaba lo mismo que vos, pero ahora me doy cuenta de lo difícil que es para un tipo de mi edad, con poca calificación encima, conseguir un laburo. He tenido un montón de entrevistas. Parece que mi experiencia como Gerente de Producción no sirve para nada sin un título universitario. Me he trillado todo Montevideo, he dejado curriculums en todos lados, y nada. Para colmo, el viejo mala leche me echó por mala conducta, tuve que hacerle juicio por el despido, y vos sabés como demoran esas cosas. Tenía una guita ahorrada pero me las estoy comiendo. Por eso te llamé. Pensé que capaz que tenías algo para mí en la distribuidora.
Luis se quedó mirándolo un momento, con cara de estar calculando. Finalmente, suspiró.
-Mirá negro, lo único que te puedo ofrecer hoy por hoy es para manejar una camioneta, tengo un chofer enfermo y no sé cuándo vuelve, he tenido que salir yo algunos días. Me gustaría ofrecerte algo mejor pero…
-Está bien, me sirve, mientras me busco otra cosa. ¿Cuánto es el sueldo?
-Quince en la mano.
Ahora fue Jorge el que se quedó callado. Con un suspiro de resignación, asintió.
-Te agradezco hermano, sabía que no me ibas a dejar a pata.
-¿Para qué están los amigos? Y decime, ¿Adriana cómo anda? La cara que va a poner cuándo se entere de que vas a trabajar conmigo.
-No le voy a decir.
Luis abrió los ojos, asombrado.
-¿Y por qué?
-No sabe lo del despido. No pude decirle. No me animé.
-¡Pero en algún momento se va  a enterar! ¿Y todos los días salís de tu casa para simular que vas a trabajar?
-Voy a entrevistas, salgo a recorrer, a veces me meto en la biblioteca o en un ciber. Si llego a conseguir algo bueno le digo que es un cambio de trabajo. Ella está acostumbrada a estar bien, ¿entendés? No puedo fallarle, soy el hombre de la casa.
Miró a Luis, en su silencio creyó percibir un destello de lástima mezclada con incomprensión. Sintió un nudo en la garganta. Tenía que hacer algo para quebrar la incomodidad.
-Hablemos de vos ahora. Decime ¿Cómo andan tus cosas?