viernes, 29 de septiembre de 2017

Genealogía de lo incierto

Genealogía de lo incierto
Mis hijos no nacidos
originales e inéditos
toda mi descendencia que se agolpa en el tiempo
me vuelven necesario de un modo que no alcanzo
los nombres que no existen son duros confabulan
clamores convergentes
arena agua y viento.

Mis muertos no nacidos
semillas de la nada
soldados de una guerra de sombras en lo negro
victorias en batallas perdidas de antemano
marea
preguntas de la carne


silencios en el polen absorto de mis huesos.

Los desterrados

Los desterrados


¿A quién le rezan los desterrados
del lado menos cierto del camino
que corre de la piel hacia el deseo?
¿A quiénes moja el llanto circular
de los que juegan con agua bajo el fuego?
Pero no era eso lo que quería preguntarte
aquella vez en la cocina
entre la levadura y los cuchillos
que cortaban el silencio hasta rompernos
el músculo callado de la dicha.
No era eso
lo que imaginaba el amor a cántaros
cuando la sombra del verano nos abría
las puertas de vaivén de los temblores.
¿A quién le duelen las preguntas
que mueren en la boca de la sed

que busca el manantial de las respuestas?

jueves, 24 de enero de 2013

El virus

El origen de la desgracia puede ser múltiple, pero dado un número lo suficientemente grande de casos es posible encontrar ciertos disparadores que se repiten frecuentemente. Uno de ellos es el aburrimiento; otro, la curiosidad. Así empezó la  peripecia de Pablo. Una noche, envenenado de insomnio, solo, harto de la televisión, sin nada para leer, prendió su computadora y se sumergió en la web. Llevado por la inercia de la curiosidad terminó en un foro de cuestiones sobrenaturales. La gente contaba sus experiencias con fantasmas, ovnis, telepatía y todas las variantes imaginables de lo inexplicable.  Un tema llamó su atención. Su título era El fin, y en él algunos usuarios hablaban sobre una misteriosa página web, que reservaba horrores inimaginables a aquellos que osaran visitarla. Un usuario explicaba que sólo se podía acceder a la página en las medianoches de luna llena, ni un minuto antes ni uno después, pero recomendaba no hacerlo, porque la vida de quien lo hiciera cambiaría para siempre, y no precisamente para bien. Una sonrisa sarcástica se dibujó en la cara de Pablo. Decidió divertirse un rato; se hizo usuario y escribió, aludiendo al creador del tema. “Me gustaría visitar esa página, lástima que no pusiste el link”. A continuación le mojaba la oreja: “¿O será todo un invento tuyo?”

En los siguientes minutos recorrió algunos posteos sobre abducciones. Empezó a aburrirse. Cuando estaba a punto de irse una notificación iluminó la pantalla. Un correo. Usuario: Circe. Era el que había escrito sobre la web maldita. Abrió el correo esperando encontrar un insulto, en cambio apareció un link, y las palabras: “Espero que esto conteste tu pregunta. Te repito, no entres, pero sé que no me vas a escuchar. Suerte.”

Pinchó el link; la página no existía. Quedó convencido de que todo era un bulo más de los millones que ruedan por la red.

Tiempo después, durante otra noche de inquietud y desasosiego, Pablo, al asomarse a su ventana, se encontró cara a cara con la redondez de una luna tan nítida que parecía colgar a pocos metros de su cabeza. La cuestión de la supuesta página maldita afloró en sus pensamientos. Se dijo que no perdía nada echándole un vistazo. A las doce en punto entró. La pantalla del monitor se llenó de negrura. Un instante después, una cuenta regresiva de cuarenta y ocho horas empezó a correr. En ese instante el cielo se iluminó con el estallido de un relámpago, al que siguieron otros, y el bramido ensordecedor de los truenos saturó la noche. Un escalofrío lo atravesó de pies a cabeza, sin que supiera  porqué. Antes de acostarse corrió el antivirus, pero su máquina estaba limpia como el alma de un bebé. Se fue a dormir sintiendo una mezcla de alivio e inquietud.

Esa noche soñó consigo mismo, en esa misma noche, en su propia cama. Una angustia desconocida le anudaba el pecho. Intentaba levantarse, pero al hacerlo la carne se desprendía de sus huesos, cayendo sobre la sábana. Pablo gritaba,  pero el grito no salía de su boca, porque ya no tenía boca, garganta, cuerdas vocales. Despertó sobresaltado, asfixiado por el terror; su corazón golpeaba furioso contra las costillas. Afuera seguía la tormenta.No pudo volver a dormir en el resto de la noche. Se levantó cansado y malhumorado. Como todas las mañanas fue a ponerle agua y comida a Pérez, su perro, pero una cascada de gruñidos y ladridos le impidió acercarse a la cucha. Le habló, con calma al principio, levantando la voz después, sin conseguir calmarlo. Le dejó galletas y agua a unos pasos de distancia y se fue, preocupado. Su perro jamás lo había desconocido. De camino al trabajo tuvo la sensación de que los pasajeros del ómnibus lo miraban. La señora que estaba sentada a su lado parecía no sacarle la vista de encima, hasta que  no aguantó más y le sostuvo la mirada, desafiante. Entonces la mujer se levantó del asiento y se bajó. Desde la vereda siguió mirándolo hasta desaparecer en el camino.

La mala noche le pasó factura en su trabajo. Trató de combatir el cansancio y la somnoliencia a base de café. En el almuerzo le preguntó a sus compañeros sobre el partido de fútbol que tenían programado para esa noche.

-¿Qué partido?- contestó uno de ellos, dejando de morder su sándwich de milanesa.

-No te hagas el boludo, el de esta noche.-contestó Pablo, con tono de reproche.

Los otros se miraron un segundo antes de carcajear sus risas, con una sincronización perfecta.

-¿Qué tomaste? Convidá.

-Que vivos que son.

-Pero vos estás mal valor.

-¿Qué le pasa a éste?

Sostuvieron sus risas y sus comentarios. Pablo, malhumorado por la conspiración en su contra, se fue.

Pérez seguía igualmente agresivo cuando volvió. Siempre había sido un perro cariñoso, pero de la noche a la mañana se había transformado en un animal arisco. Llamó al veterinario, pero nadie contestó; le llamó la atención que estuviera cerrado tan temprano. Se decidió por googlear para ver si encontraba algo que respondiera por el misterioso comportamiento de Pérez. Prendió la computadora. La pantalla le mostró la imagen de la misma cuenta regresiva de la noche anterior. Intentó reiniciar, pero todo permaneció igual. Comprendió que un virus se había apoderado de la máquina. Se imaginó que al llegar la cuenta a cero desaparecería toda la información de su disco duro. Llamó a un técnico conocido. Por más que le pidió que fuera lo más rápido posible, sólo consiguió el compromiso de estar al otro día. A Pablo le pareció que el técnico quedaba desconcertado cuando le dijo lo que estaba pasando.

-Bueno, no te preocupes, yo voy mañana y la miro, alguna solución le vamos a encontrar.

Colgó con resignación, con la mirada fija en el monitor. Restaban menos de treinta horas para el cero, exactamente a la medianoche del siguiente día. Rogó para que el técnico encontrara una solución al problema.  Se puso a mirar televisión, pero la imagen del monitor titilando mientras el tiempo se terminaba (no sabía para qué pero se terminaba) lo distraía. Resolvió desconectar la computadora. Pidió algo de cenar. Después de una hora de espera volvió a llamar. Le dijeron que no tenían registrado su pedido. Indignado, cortó, después de ponerle los puntos sobre las íes a su interlocutor. Improvisó una cena y se fue a dormir. Su sueño fue tan tortuoso como el de la noche anterior. Volvió a soñarse en su cama. Su cuerpo emanaba un intenso olor a carne podrida, asfixiándolo. Abrió la boca intentando llevar aire puro a sus pulmones. Una oleada de gusanos brotó, hormigueante, de su interior. Un grito atroz se elevó en la noche. Se incorporó, tembloroso. En la oscuridad de su cuarto los números del monitor resaltaban como ojos. Comprobó que la computadora estaba desconectada. Una ráfaga de horror le atravesó el cuerpo.   Su cara se inundó de transpiración y lágrimas. Pérez empezó a aullar. Salió a ver que le pasaba Con los ojos fijos en el cielo, aullaba y aullaba.

Le gritó para que se callara. Antes de que pudiera reaccionar, el animal lo atacó, hundiéndole los colmillos en el antebrazo. Gritó de dolor y de miedo. Luchó para liberarse, pero sus movimientos no lograban aflojar la mordida, hasta que lo logró con un golpe en el hocico. Corrió hacia la casa, perseguido por el perro. Al cerrar la puerta, los ladridos y gruñidos quedaron afuera. Cayó  al piso, sumergiéndose en la oscuridad de la inconciencia.

Abrió los ojos sin saber dónde estaba. Un dolor agudo en el brazo le hizo recobrar la conciencia. Un amasijo de sangre coagulada, carne hinchada y pelos pegoteados daban testimonio del ataque. Fue hasta el baño a curarse y aplicarse un vendaje provisorio, antes de ir al hospital.  A continuación llamó al trabajo para comunicar lo que le había pasado y avisar que no iba a ir.

-Hola Sandra, soy Pablo. Te aviso que hoy no voy. Me atacó mi perro y voy a que me curen.

La respuesta que recibió no fue la que esperaba.

-Está equivocado señor. Acá no trabaja ningún Pablo.

La sangre se congeló en sus venas.

-¡Sandra, soy Pablo, Pablo Sosa!

-Acá estamos trabajando señor, disculpe pero no tenemos tiempo para bromas.

El teléfono cayó de su mano. Giró la cabeza y se encontró con los números menguantes en el monitor de la computadora. En ese momento su cabeza asoció todo, las advertencias sobre la página maldita, las pesadillas, los sucesos cada vez más extraños que le estaban pasando. Se vistió y salió corriendo a buscar un ciber. Buscó la página de fenómenos paranormales pero no pudo encontrarla. Era como si nunca hubiese existido. Con creciente desesperación siguió buscando, intuyendo ya que no lograría nada.

-Estoy loco.- dijo de pronto, casi como susurrando un secreto.

-Estoy loco.- repitió, alzando la voz con entusiasmo. Una carcajada creció en su interior hasta hacerse río furioso que se desbordó por su boca. La gente lo miraba, perpleja.

-¡Estoy loco! ¡Estoy loco!- repetía, gritaba, sacudido por los espasmos de la risa.

Se movió hacia la puerta. El empleado del ciber, con voz trémula, le reclamó el pago de diez pesos. Le dio una moneda y una carcajada más como despedida. Se internó en la calle. El mundo le parecía una mentira. Su euforia se evaporó en un segundo, dejando una sensación de angustia como no había sentido en su vida. Pensó en tirarse frente a un auto. Un pensamiento surgió en su mente como una tabla de salvación. Recorrió las calles, borracho de desesperación. Le parecía que la gente lo miraba con asco.

Vio a su madre con la bolsa de las compras, estaba a punto de entrar a su casa.

-¡Mamá!

Corrió hacia ella. Necesitaba abrazarla. Necesitaba sentir la contención de sus brazos, el cobijo de su pecho, como cuando era un niño. En ese momento era un niño asustado en una noche de tormenta.

Se escuchó un grito, después otro.

-¡Suélteme, suélteme! ¿Quién es usted? ¡Auxilio! ¡Ayúdenme por favor!

La mujer rechazó su avance golpeándolo. Unas manzanas rodaron sobre las baldosas.

-¡Mamá!- repitió, incrédulo. Sus manos crispadas seguían buscando el cuerpo esquivo de la mujer.

Un tackle de un transeúnte lo derribó. No se defendió, sólo siguió llorando y gritando.

-¡Mamá, soy yo! ¡Soy yo!

La mujer, en un ataque de nervios, no paraba de gritar. Otro transeúnte se había sumado al primero, golpeando a Pablo en el piso.

-¡Llamen a la policía, está loco! ¡Yo no tengo hijo!

Los atacantes se calmaron, sin dejar de sujetarlo. Uno de ellos le gritó en la cara.

-¡Quedate quieto hijo de puta, quedate quieto porque seguís cobrando!

Pero Pablo permanecía inmóvil, no debido a las manos de sus captores, sino por la imagen del desconocimiento reflejada en los ojos de su madre. Su dolor fue tan grande que quedó como atontado, como si su sistema nervioso hubiera colapsado, incapaz de soportar el peso de tanta angustia. Llegó un patrullero. Dos policías bajaron, preguntando por lo sucedido. Los captores se miraron, desconcertados. Ninguno de ellos supo explicar lo que había pasado. La mujer tampoco. Parecía que hubieran quedado congelados. Pablo se levantó y se acercó a su madre.

-Mamá, mamá, por favor... - dijo, con hilo de voz.

Acercó su mano al rostro amado para tocarlo. No pudo. Tocó el aire. Ya no había cara. Ya no había nadie. Sus párpados bajaron y subieron. El perfil rectangular de su computadora apareció frente a su cara. Seis ceros titilantes quebraban la oscuridad de la habitación. Volvió a parpadear. Los números habían desaparecido. Se levantó, caminando hasta la puerta del fondo. Salío a la pálida luz de la medianoche. Pérez lo recibió moviendo la cola, incrustándole sus enormes patas en el pecho y lamiendo su cara. Le dio unas palmadas, comprobó que tuviera agua y comida, y volvió a su habitación. Se sentó frente a la computadora. La encendió. ¿Desea reanudar la última sesión? Sí. Se abrió una página dedicada a sucesos paranormales. Un post llamó su atención. Su título era El fin.

jueves, 20 de diciembre de 2012

La caída


Recuerdo el primer día que vi a Shepard, inclinado sobre la pileta, rodeado por montañas de platos y vasos sucios. Un tipo callado, de cincuenta largos, un poco gordo. No hablaba de su pasado, cuando se le preguntaba respondía que había vivido en España muchos años, trabajando de chofer y de mozo. No tenía familia, lo cual hacía sonar extraña la historia del retorno. Preguntado al respecto, se encogía de hombros.
-Me cansé de ser un extranjero. Estar acá o allá es lo mismo, excepto por eso, que te miren distinto por no ser de ahí.
Quizás un alcohólico en rehabilitación. Es lo que pensé al ver a un tipo de esa edad trabajando de lavaplatos en un restaurante clase B. Eso, o ex preso, aunque no cuadraba con el estereotipo: sin tatuajes, bien hablado, de apariencia normal. Era una época de mucho trabajo y se había ido, casi simultáneamente, parte del personal, así que no le hicieron muchas preguntas ni le pidieron referencias antes de contratarlo. Después de todo, era para lavar los platos. No nos dijo el nombre de pila. Le gustaba que lo llamaran Shepard, a secas. Claro, no es lo mismo llamarse Shepard que González. La cuestión es que Shepard fue objeto de interés por unos días; después, al influjo de su silencio que no invitaba a ser cuestionado, nos olvidamos de su presencia. El estaba en su rincón, limpiando sin descanso lo que otros ensuciaban, como un engranaje perfectamente aceitado y encastrado en un mecanismo infinito, cumpliendo con su tarea sin preguntas ni quejas. Casi se hubiera podido creer que le gustaba lo que hacía, si no hubiera sido absurdo suponer tal cosa. Shepard no opinaba sobre fútbol ni sobre política, no salía con los demás a tomar unas copas después del trabajo, no elogiaba con desmesura el busto de las clientas. En fin, un bicho raro y antipático. Su existencia sólo se volvió memorable cuando entro el Negro Vázquez a trabajar al restaurante. Casualmente, yo estaba en la bacha, al lado de Shepard, fajinando platos, cuando entró el maitre con un veterano, flaco, de cara pícara.
-Muchachos, él es Vázquez, empieza hoy en el salón.
Me saludó con una sonrisa jovial cruzándole la cara. Pero al encarar a Shepard, la sonrisa se convirtió en un gesto de sorpresa. Shepard quedó blanco como un papel. Vázquez, haciendo un visible esfuerzo por dominar la sorpresa, le preguntó cómo estaba. Shepard no contestó, ni siquiera levantó la mano para estrechársela. Gruesas gotas de sudor le perlaban la frente.
Shepard pasó el resto de la noche con cara descompuesta, sin decir una palabra. Al irse, parecía enfermo. Fue la última vez que lo vi. No volvió a pisar el restaurante, ni siquiera fue a cobrar lo que le debían.
Vázquez no dijo nada al principio, pero ese viernes, después del trabajo, su renuencia fue desbordada por el whisky.
Acodados en nuestra expectativa, el Ruso González y yo escuchábamos el relato cariacontecido de Vázquez.
-Hace algo así como veinte años, gracias a un contacto, entré a trabajar en un restaurante top de Montevideo. La comanda, no sé si se acuerdan.
Yo era demasiado joven para acordarme, pero no así el Ruso.
-Me acuerdo, era furor. Y después cerró de un día para el otro.
-Sí. Shepard era el dueño, y el chef.
Nos miramos con el Ruso. El relato se estaba poniendo jugoso.
-Quién lo hubiera dicho. ¿Y cómo es que terminó de lavandín?
-Él había estudiado y trabajado en Europa. Al volver a Uruguay, puso el restaurante, a todo trapo. Era un tipo muy creído, tenían que verlo, entrando a la cocina con la cabeza levantada, sin mirar a nadie, como si fuera un rey. Pero la verdad es que sabía muchísimo. Los ayudantes lo idolatraban en lo profesional, aunque su trato era difícil. Más o menos una vez por semana echaba a alguien, por cualquier boludez. Si no le gustaba como habías cortado el perejil, te rajaba, así nomás.
-En resumen, un hijo de puta.- me atreví a acotar.
Vázquez no me escuchó, su mirada estaba lejos, ensimismada en sus recuerdos.
Pedimos otra ronda. El boliche estaba quieto, salpicado aquí y allá por algún borracho dedicado a conjurar a sus demonios en un vaso.
-El restaurante fue un golazo. Trabajábamos a salón lleno todas las noches. Si ibas sin haber reservado tenías que esperar a que se desocupara una mesa, si no no tenías chance. Shepard inflaba el pecho como un sapo. Era el amo del universo.
-¿Y qué pasó?- El Ruso y yo, más impulsados por la impaciencia que por el escabio, inclinamos el cuerpo hacia Vázquez, ansiosos por escuchar el desenlace del misterio.
-Resulta que un domingo a mediodía yo estaba esperando un plato y entra un comisse corriendo a la cocina y dice, casi que gritando: “Shepard, Shepard, ¡Está el Presidente con la señora, no tenemos mesa! ¿Qué hacemos?” Shepard, Poniendo cara de desprecio ante una pregunta tan estúpida, contestó que le armaran una mesa inmediatamente. Entonces me mira y me dice: “Vázquez, atiéndalos usted.” Me sorprendió que me dijera eso, había mozos con más antigüedad que yo. Pero bueno, allá fui.
Vázquez interrumpió el relato para tomar un trago. Yo, en vilo ante el desenlace inminente, aferraba el mío.
-Les tomé el pedido. Ella pidió un entrecotte con papas a la crema. Èl me dijo que había oído que ahí se hacía la mejor tortilla española del Uruguay. Shepard salió a saludarlos. En la cara se le veían los humos, mientras cruzaba el salón hacia su mesa parecía un emperador entrando a Roma.
Finalmente, salieron los platos. Los serví, llené sus copas y me quedé cerca. Miré las otras mesas de mi plaza, todo el mundo estaba servido, comiendo, así que me enfoqué en ellos.
Vázquez hizo una pausa. Movió la cabeza como diciéndole no a un interlocutor imaginario.
El Ruso y yo, al unísono, lo instamos a terminar.
-¿Y qué pasó?
-El Presidente cortó la primera tajada de tortilla y se la puso en la boca, poniendo cara de deleite. Les digo la verdad, la fama de la tortilla de Shepard estaba bien ganada, era una delicia. Entonces, cuando fue a cortar otro pedazo, me di cuenta de que algo estaba mal. Quedó pálido, petrificado. Me acerqué a preguntarle si todo estaba en orden. La mujer le preguntó qué le pasaba. Él se levanto, haciendo arcadas, y salió corriendo para el baño. Yo no entendía nada, hasta que miré el plato. Asomando en el triángulo faltante vi media cucaracha, gorda, asquerosa. La gente de las otras mesas empezó a levantarse. Antes de que pudiera hacer algo vi una tromba blanca entrando al salón. Shepard, que había visto todo, levantó el plato y lo acercó a su cara. Cuando vio la cucaracha pensé que iba a darle un ataque. En ese momento volvió el Presidente, blanco como un fantasma. Mirando a Shepard con indignación, hizo que su mujer se levantara. Shepard le pedía disculpas casi llorando. Se fueron y lo dejaron hablando solo. Miré a la gente de las otras mesas. Estaban todos con la boca abierta, mirando hacia el plato del Presidente. Shepard se calló, su cara pasó del blanco al rojo, y volvió corriendo a la cocina. Tapé la prueba del crimen con una servilleta y me la llevé, aunque todo el mundo ya se había dado cuenta de lo que pasaba. Desde la cocina llegaron gritos y ruidos de sartenes y ollas golpeando el piso y las paredes. Shepard se había abalanzado sobre los ayudantes, hecho una fiera. No le dieron el gusto de que se desahogara con ellos, entre los tres lo molieron a trompadas. Los clientes, mientras tanto, indignados o fingiendo indignación, se fueron sin pagar. A los demás, Shepard nos echó a gritos. Al otro día, cuando llegué, encontré el restaurante cerrado, con un cartel de clausura en la puerta.
Vázquez calló, tomando aire, haciendo fondo blanco.
-Nos dejó adentro con la guita a todos. No pudimos ubicarlo para cobrarle. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra. Algunos decían que se había ido del país, otros que se había matado. Nunca quedó claro cómo llegó el bicho al plato. Nadie dijo nada, pero estoy seguro de que fue uno de los ayudantes, en venganza por los maltratos y la pedantería de Shepard. Nunca volví a saber nada de él, hasta que lo vi el otro día.
Nos quedamos en silencio, rumiando el final del cuento. Había cosas que no me cerraban.
-¿Y por qué no le reclamaste lo de la plata?
Vázquez le hizo señas al mozo para que nos sirviera otra ronda. Me miró como un maestro a un alumno que no aprendió las tablas de multiplicar.
-Hace veinte años de eso. Esa plata no me hubiera cambiado la vida. Pasó, ya está. El tipo era un hijo de puta, pero le hicieron pagar un precio muy caro. Cuando lo vi el otro día se me vino a la cabeza su cara de esa tarde, enfrentada a aquél plato que fue su condena. Era la cara de un hombre desahuciado, de un tipo que vivía en una nube y que de repente se dio cuenta de que estaba en el aire, cayendo sin que nada ni nadie pudiera salvarlo. Nunca sentí tanta lástima por alguien.
Pensé en Shepard y su vida en estos veinte años, abandonado a la derrota, renegando de su talento para no recordar la mayor vergüenza de su vida, buscando en sus horas de sueño reencontrarse con sus días de gloria, con su reputación perdida para siempre, con la vida de triunfo que le habían arrebatado. Yo también sentí lástima.
Estábamos solos en el bar. Habían prendido las luces, y el mozo levantaba las sillas, lanzándonos miradas de reojo. La voz del Ruso abrió un tajo en el silencio.
-Es tarde. ¿Vamos?



sábado, 17 de noviembre de 2012

Idolo (2)



                 Gritaba los  goles de Machado como los de ningún otro. Tenía un póster suyo, inmenso, de papel satinado, dominando la pared de su cuarto.  Se hizo una bandera con su cara y con su nombre. Lloró de tristeza cuando se fue a jugar a Europa,  lágrimas que fueron de alegría cuando volvió.

                Marcos nunca fue al Estadio, vivía en un pueblito del interior alejado de las grandes confrontaciones futbolísticas. Miraba los partidos los domingos en la casa de un tío que tenía cable. Si ganaban se le llenaba la tarde de algarabía, si perdían el mundo se  tornaba triste y oscuro. Cuando hacía un gol  Machado era como si una novia le reafirmara su amor incondicional. Soñaba con conocerlo, con sacarse una foto con él, con que le firmara una camiseta. Le parecía un imposible, como si Montevideo quedara en el otro extremo del mundo. Le había pedido a su padre que lo llevara a ver un partido alguna vez, recibiendo como respuesta que el pasaje a Montevideo era muy caro, y las entradas también, y que ellos eran pobres y no podían pagar tanto por un partido de fútbol.
                          Cuando se enteró de la noticia el corazón se le encabritó en el pecho y pegó un grito de alegría. Se iba a jugar un partido a beneficio en el Estadio Municipal. Por fin vería al equipo de sus amores, por fin tendría la chance de estar con su ídolo, de hablarle, de pedirle un autógrafo, de sacarse una foto. Sus días se colmaron de impaciencia esperando la gloriosa jornada. La noche previa al partido no durmió.

                         Ese día casi no pudo comer por los nervios. Sentía los ravioles atravesados en la garganta cuando salió con su padre para el Estadio. Se abrieron paso a codazo limpio entre la multitud que esperaba la llegada del ómnibus que traía al plantel. El sol caía a pique sobre las cabezas inquietas, los cánticos se elevaban como un conjuro contra la excitación de lo inminente. De pronto, un grito, un dedo señalando, un orgasmo de agitación señalando el acontecimiento esperado. El ómnibus se acercó lento, demasiado lento para los ojos que lo miraban maniobrar, para las bocas frenéticas que, ya desacompasadas, desgarraban la tarde con sus gritos. El rugido se intensificó cuando se abrió la puerta del ómnibus y el primer jugador bajó. Marcos se mantuvo en el borde del remolino que pugnaba por acercarse a los jugadores. Un cordón de seguridad, formado por hombres con aspecto de luchadores de sumo, se prodigaba tratando de contener a la multitud.  Cuando Marcos reconoció a Machado descendiendo al pavimento, supo que ése era el momento. Machado ya estaba a pocos pasos de su posición. Miró al guardia más cercano, debordado por la agitación de un mar de manos que pugnaban por tocar a los ídolos. Dio un paso en el  momento justo para quedar frente a frente con Machado, que tuvo que detener su marcha.
-Tigre, maestro, ¿Me firmás la camiseta?
Machado, detrás de sus lentes negros, no movió un músculo. Orientó su cuerpo de forma de pasar junto al de Marcos, como un barco presuroso que se aleja indiferente a los gritos de auxilio de un náufrago. Marcos quiso seguirlo, dio un paso, pero dos brazos como anacondas lo inmovilizaron, mientras la espalda del ídolo se alejaba.
                             El partido fue una práctica. El equipo local, inferior física y futbolísticamente, nunca pudo estar a la altura de los capitalinos, que jugaron a media máquina. Un rato antes de terminar el partido, Marcos y su padre intentaron acercarse al vestuario. Un urso con cara de pocos amigos les frustró las intenciones.
-No pueden pasar. Sólo prensa.
                               Resolvió jugarse el cartucho de su última oportunidad esperando junto al ómnibus. Casi una hora después, los jugadores comenzaron a recorrer el camino inverso al que habían seguido antes. Esta vez alcanzó a tocar el brazo de Machado cuando pasaba. El Tigre eludió el contacto de un manotazo, apartándose un poco al mismo tiempo.
-¡Tigre, ¿Me firmás la camiseta?
Machado hizo un breve gesto de fastidio, pasándose la mano por el brazo como para sacarse una pelusa. Sin decir palabra, siguió caminando hacia el ómnibus, diluyéndose rápidamente, como una alucinación quebrada de repente por la insoportable tiranía de la lucidez.

sábado, 10 de noviembre de 2012

El hombre de la casa



Jorge terminó la tostada, dio un último sorbo al café, miró la hora en su reloj de pulsera y se incorporó, dejando un breve beso en los labios de su esposa antes de irse.
-Nos vemos luego.
Manejó con impaciencia, sabiendo que llegaría sobre la hora a la entrevista. Era un obsesivo de la puntualidad, le gustaba estar en todos lados al menos media hora antes de lo estipulado. Debido a la falta de lugar para estacionar, tuvo que hacerlo a una cuadra del edificio. Se presentó y tuvo que esperar quince minutos antes de que lo atendieran. Una mujer joven, con una sonrisa que parecía pintada en su cara, lo hizo pasar y, después de hacerle unas preguntas personales, le dijo que debía completar unos test. Dos horas después, pasadas todas las pruebas, preguntó cuándo se conocería el seleccionado para el puesto. La mujer, sin alterar el rictus de su boca plastificada, le contestó que si en dos semanas no lo llamaban era porque no había sido seleccionado.
-Que tenga un buen día, gracias por todo.
Caminó un rato dejándose desgastar por la mañana. Al pasar por un ciber alquiló una máquina y estuvo mandando curriculums y leyendo clasificados, hasta que la tenaza del hambre apretándole bajo la camisa lo hizo detenerse. Recordó que había quedado en verse con Luis, un amigo de toda la vida. Hacía tiempo que no se veían ni hablaban, absorbidos por sus rutinas. Corrió, logrando llegar apenas tarde.
-Hola
-Hola ¿Cómo andás?
-En la lucha. ¿Pediste algo?
-El plato del día, ternera al horno con puré. ¿Qué vas a pedir vos?
-¿Cuánto sale eso?
-Ciento ochenta.
-Mmm, no, no tengo mucho hambre. Un sándwich de jamón y queso y un refresco está bien para mí.
Hicieron el pedido y retomaron la conversación.
-¿Cómo andás? ¿Adriana bien? Hace tiempo que no hablamos.
-Por eso te dije para encontrarnos. Por eso y porque tengo un problema y quizás puedas ayudarme.
La cara de Luis cambió después de estas palabras. Se inclinó hacia Jorge con gesto de preocupación.
-¿Qué pasa negro? ¿Problemas con aquella? Sabés que podés contar conmigo para lo que necesites.
-No, no. Con Adriana está todo bien… por ahora. El tema es que me quedé sin laburo.
-Que cagada che. ¿Qué pasó? Si vos estabas re bien en la fábrica.
-Tuve una discusión muy fuerte con el tano, tanto que terminamos yéndonos a las manos. Me despidió.
-¿Y por qué fue la pelea?
-Yo te conté como es el tipo, es insoportable, una basura de persona, trata a sus empleados como la mierda. Yo ya le había aguantado varias, pero ese día exploté. Me vino a reclamar por una entrega atrasada, le expliqué que no era culpa nuestra sino de los proveedores, no me dio bola, me empezó a gritar, me faltó el respeto y no me aguanté. Fueron cinco años soportando esos destratos. Al principio me callaba la boca, pensaba en cuidar el laburo. Pero llegó a un punto que se me hizo insoportable, aparte está cada día peor, no hay quien lo soporte, te juro.
-Es que trabajando con un tipo así terminás enfermándote. Mira Jorge, no hay mal que por bien no venga, algo mejor te tiene que salir. ¿Cuánto hace de esto?
-Tres meses. No sé, al principio pensaba lo mismo que vos, pero ahora me doy cuenta de lo difícil que es para un tipo de mi edad, con poca calificación encima, conseguir un laburo. He tenido un montón de entrevistas. Parece que mi experiencia como Gerente de Producción no sirve para nada sin un título universitario. Me he trillado todo Montevideo, he dejado curriculums en todos lados, y nada. Para colmo, el viejo mala leche me echó por mala conducta, tuve que hacerle juicio por el despido, y vos sabés como demoran esas cosas. Tenía una guita ahorrada pero me las estoy comiendo. Por eso te llamé. Pensé que capaz que tenías algo para mí en la distribuidora.
Luis se quedó mirándolo un momento, con cara de estar calculando. Finalmente, suspiró.
-Mirá negro, lo único que te puedo ofrecer hoy por hoy es para manejar una camioneta, tengo un chofer enfermo y no sé cuándo vuelve, he tenido que salir yo algunos días. Me gustaría ofrecerte algo mejor pero…
-Está bien, me sirve, mientras me busco otra cosa. ¿Cuánto es el sueldo?
-Quince en la mano.
Ahora fue Jorge el que se quedó callado. Con un suspiro de resignación, asintió.
-Te agradezco hermano, sabía que no me ibas a dejar a pata.
-¿Para qué están los amigos? Y decime, ¿Adriana cómo anda? La cara que va a poner cuándo se entere de que vas a trabajar conmigo.
-No le voy a decir.
Luis abrió los ojos, asombrado.
-¿Y por qué?
-No sabe lo del despido. No pude decirle. No me animé.
-¡Pero en algún momento se va  a enterar! ¿Y todos los días salís de tu casa para simular que vas a trabajar?
-Voy a entrevistas, salgo a recorrer, a veces me meto en la biblioteca o en un ciber. Si llego a conseguir algo bueno le digo que es un cambio de trabajo. Ella está acostumbrada a estar bien, ¿entendés? No puedo fallarle, soy el hombre de la casa.
Miró a Luis, en su silencio creyó percibir un destello de lástima mezclada con incomprensión. Sintió un nudo en la garganta. Tenía que hacer algo para quebrar la incomodidad.
-Hablemos de vos ahora. Decime ¿Cómo andan tus cosas?