jueves, 20 de diciembre de 2012

La caída


Recuerdo el primer día que vi a Shepard, inclinado sobre la pileta, rodeado por montañas de platos y vasos sucios. Un tipo callado, de cincuenta largos, un poco gordo. No hablaba de su pasado, cuando se le preguntaba respondía que había vivido en España muchos años, trabajando de chofer y de mozo. No tenía familia, lo cual hacía sonar extraña la historia del retorno. Preguntado al respecto, se encogía de hombros.
-Me cansé de ser un extranjero. Estar acá o allá es lo mismo, excepto por eso, que te miren distinto por no ser de ahí.
Quizás un alcohólico en rehabilitación. Es lo que pensé al ver a un tipo de esa edad trabajando de lavaplatos en un restaurante clase B. Eso, o ex preso, aunque no cuadraba con el estereotipo: sin tatuajes, bien hablado, de apariencia normal. Era una época de mucho trabajo y se había ido, casi simultáneamente, parte del personal, así que no le hicieron muchas preguntas ni le pidieron referencias antes de contratarlo. Después de todo, era para lavar los platos. No nos dijo el nombre de pila. Le gustaba que lo llamaran Shepard, a secas. Claro, no es lo mismo llamarse Shepard que González. La cuestión es que Shepard fue objeto de interés por unos días; después, al influjo de su silencio que no invitaba a ser cuestionado, nos olvidamos de su presencia. El estaba en su rincón, limpiando sin descanso lo que otros ensuciaban, como un engranaje perfectamente aceitado y encastrado en un mecanismo infinito, cumpliendo con su tarea sin preguntas ni quejas. Casi se hubiera podido creer que le gustaba lo que hacía, si no hubiera sido absurdo suponer tal cosa. Shepard no opinaba sobre fútbol ni sobre política, no salía con los demás a tomar unas copas después del trabajo, no elogiaba con desmesura el busto de las clientas. En fin, un bicho raro y antipático. Su existencia sólo se volvió memorable cuando entro el Negro Vázquez a trabajar al restaurante. Casualmente, yo estaba en la bacha, al lado de Shepard, fajinando platos, cuando entró el maitre con un veterano, flaco, de cara pícara.
-Muchachos, él es Vázquez, empieza hoy en el salón.
Me saludó con una sonrisa jovial cruzándole la cara. Pero al encarar a Shepard, la sonrisa se convirtió en un gesto de sorpresa. Shepard quedó blanco como un papel. Vázquez, haciendo un visible esfuerzo por dominar la sorpresa, le preguntó cómo estaba. Shepard no contestó, ni siquiera levantó la mano para estrechársela. Gruesas gotas de sudor le perlaban la frente.
Shepard pasó el resto de la noche con cara descompuesta, sin decir una palabra. Al irse, parecía enfermo. Fue la última vez que lo vi. No volvió a pisar el restaurante, ni siquiera fue a cobrar lo que le debían.
Vázquez no dijo nada al principio, pero ese viernes, después del trabajo, su renuencia fue desbordada por el whisky.
Acodados en nuestra expectativa, el Ruso González y yo escuchábamos el relato cariacontecido de Vázquez.
-Hace algo así como veinte años, gracias a un contacto, entré a trabajar en un restaurante top de Montevideo. La comanda, no sé si se acuerdan.
Yo era demasiado joven para acordarme, pero no así el Ruso.
-Me acuerdo, era furor. Y después cerró de un día para el otro.
-Sí. Shepard era el dueño, y el chef.
Nos miramos con el Ruso. El relato se estaba poniendo jugoso.
-Quién lo hubiera dicho. ¿Y cómo es que terminó de lavandín?
-Él había estudiado y trabajado en Europa. Al volver a Uruguay, puso el restaurante, a todo trapo. Era un tipo muy creído, tenían que verlo, entrando a la cocina con la cabeza levantada, sin mirar a nadie, como si fuera un rey. Pero la verdad es que sabía muchísimo. Los ayudantes lo idolatraban en lo profesional, aunque su trato era difícil. Más o menos una vez por semana echaba a alguien, por cualquier boludez. Si no le gustaba como habías cortado el perejil, te rajaba, así nomás.
-En resumen, un hijo de puta.- me atreví a acotar.
Vázquez no me escuchó, su mirada estaba lejos, ensimismada en sus recuerdos.
Pedimos otra ronda. El boliche estaba quieto, salpicado aquí y allá por algún borracho dedicado a conjurar a sus demonios en un vaso.
-El restaurante fue un golazo. Trabajábamos a salón lleno todas las noches. Si ibas sin haber reservado tenías que esperar a que se desocupara una mesa, si no no tenías chance. Shepard inflaba el pecho como un sapo. Era el amo del universo.
-¿Y qué pasó?- El Ruso y yo, más impulsados por la impaciencia que por el escabio, inclinamos el cuerpo hacia Vázquez, ansiosos por escuchar el desenlace del misterio.
-Resulta que un domingo a mediodía yo estaba esperando un plato y entra un comisse corriendo a la cocina y dice, casi que gritando: “Shepard, Shepard, ¡Está el Presidente con la señora, no tenemos mesa! ¿Qué hacemos?” Shepard, Poniendo cara de desprecio ante una pregunta tan estúpida, contestó que le armaran una mesa inmediatamente. Entonces me mira y me dice: “Vázquez, atiéndalos usted.” Me sorprendió que me dijera eso, había mozos con más antigüedad que yo. Pero bueno, allá fui.
Vázquez interrumpió el relato para tomar un trago. Yo, en vilo ante el desenlace inminente, aferraba el mío.
-Les tomé el pedido. Ella pidió un entrecotte con papas a la crema. Èl me dijo que había oído que ahí se hacía la mejor tortilla española del Uruguay. Shepard salió a saludarlos. En la cara se le veían los humos, mientras cruzaba el salón hacia su mesa parecía un emperador entrando a Roma.
Finalmente, salieron los platos. Los serví, llené sus copas y me quedé cerca. Miré las otras mesas de mi plaza, todo el mundo estaba servido, comiendo, así que me enfoqué en ellos.
Vázquez hizo una pausa. Movió la cabeza como diciéndole no a un interlocutor imaginario.
El Ruso y yo, al unísono, lo instamos a terminar.
-¿Y qué pasó?
-El Presidente cortó la primera tajada de tortilla y se la puso en la boca, poniendo cara de deleite. Les digo la verdad, la fama de la tortilla de Shepard estaba bien ganada, era una delicia. Entonces, cuando fue a cortar otro pedazo, me di cuenta de que algo estaba mal. Quedó pálido, petrificado. Me acerqué a preguntarle si todo estaba en orden. La mujer le preguntó qué le pasaba. Él se levanto, haciendo arcadas, y salió corriendo para el baño. Yo no entendía nada, hasta que miré el plato. Asomando en el triángulo faltante vi media cucaracha, gorda, asquerosa. La gente de las otras mesas empezó a levantarse. Antes de que pudiera hacer algo vi una tromba blanca entrando al salón. Shepard, que había visto todo, levantó el plato y lo acercó a su cara. Cuando vio la cucaracha pensé que iba a darle un ataque. En ese momento volvió el Presidente, blanco como un fantasma. Mirando a Shepard con indignación, hizo que su mujer se levantara. Shepard le pedía disculpas casi llorando. Se fueron y lo dejaron hablando solo. Miré a la gente de las otras mesas. Estaban todos con la boca abierta, mirando hacia el plato del Presidente. Shepard se calló, su cara pasó del blanco al rojo, y volvió corriendo a la cocina. Tapé la prueba del crimen con una servilleta y me la llevé, aunque todo el mundo ya se había dado cuenta de lo que pasaba. Desde la cocina llegaron gritos y ruidos de sartenes y ollas golpeando el piso y las paredes. Shepard se había abalanzado sobre los ayudantes, hecho una fiera. No le dieron el gusto de que se desahogara con ellos, entre los tres lo molieron a trompadas. Los clientes, mientras tanto, indignados o fingiendo indignación, se fueron sin pagar. A los demás, Shepard nos echó a gritos. Al otro día, cuando llegué, encontré el restaurante cerrado, con un cartel de clausura en la puerta.
Vázquez calló, tomando aire, haciendo fondo blanco.
-Nos dejó adentro con la guita a todos. No pudimos ubicarlo para cobrarle. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra. Algunos decían que se había ido del país, otros que se había matado. Nunca quedó claro cómo llegó el bicho al plato. Nadie dijo nada, pero estoy seguro de que fue uno de los ayudantes, en venganza por los maltratos y la pedantería de Shepard. Nunca volví a saber nada de él, hasta que lo vi el otro día.
Nos quedamos en silencio, rumiando el final del cuento. Había cosas que no me cerraban.
-¿Y por qué no le reclamaste lo de la plata?
Vázquez le hizo señas al mozo para que nos sirviera otra ronda. Me miró como un maestro a un alumno que no aprendió las tablas de multiplicar.
-Hace veinte años de eso. Esa plata no me hubiera cambiado la vida. Pasó, ya está. El tipo era un hijo de puta, pero le hicieron pagar un precio muy caro. Cuando lo vi el otro día se me vino a la cabeza su cara de esa tarde, enfrentada a aquél plato que fue su condena. Era la cara de un hombre desahuciado, de un tipo que vivía en una nube y que de repente se dio cuenta de que estaba en el aire, cayendo sin que nada ni nadie pudiera salvarlo. Nunca sentí tanta lástima por alguien.
Pensé en Shepard y su vida en estos veinte años, abandonado a la derrota, renegando de su talento para no recordar la mayor vergüenza de su vida, buscando en sus horas de sueño reencontrarse con sus días de gloria, con su reputación perdida para siempre, con la vida de triunfo que le habían arrebatado. Yo también sentí lástima.
Estábamos solos en el bar. Habían prendido las luces, y el mozo levantaba las sillas, lanzándonos miradas de reojo. La voz del Ruso abrió un tajo en el silencio.
-Es tarde. ¿Vamos?



sábado, 17 de noviembre de 2012

Idolo (2)



                 Gritaba los  goles de Machado como los de ningún otro. Tenía un póster suyo, inmenso, de papel satinado, dominando la pared de su cuarto.  Se hizo una bandera con su cara y con su nombre. Lloró de tristeza cuando se fue a jugar a Europa,  lágrimas que fueron de alegría cuando volvió.

                Marcos nunca fue al Estadio, vivía en un pueblito del interior alejado de las grandes confrontaciones futbolísticas. Miraba los partidos los domingos en la casa de un tío que tenía cable. Si ganaban se le llenaba la tarde de algarabía, si perdían el mundo se  tornaba triste y oscuro. Cuando hacía un gol  Machado era como si una novia le reafirmara su amor incondicional. Soñaba con conocerlo, con sacarse una foto con él, con que le firmara una camiseta. Le parecía un imposible, como si Montevideo quedara en el otro extremo del mundo. Le había pedido a su padre que lo llevara a ver un partido alguna vez, recibiendo como respuesta que el pasaje a Montevideo era muy caro, y las entradas también, y que ellos eran pobres y no podían pagar tanto por un partido de fútbol.
                          Cuando se enteró de la noticia el corazón se le encabritó en el pecho y pegó un grito de alegría. Se iba a jugar un partido a beneficio en el Estadio Municipal. Por fin vería al equipo de sus amores, por fin tendría la chance de estar con su ídolo, de hablarle, de pedirle un autógrafo, de sacarse una foto. Sus días se colmaron de impaciencia esperando la gloriosa jornada. La noche previa al partido no durmió.

                         Ese día casi no pudo comer por los nervios. Sentía los ravioles atravesados en la garganta cuando salió con su padre para el Estadio. Se abrieron paso a codazo limpio entre la multitud que esperaba la llegada del ómnibus que traía al plantel. El sol caía a pique sobre las cabezas inquietas, los cánticos se elevaban como un conjuro contra la excitación de lo inminente. De pronto, un grito, un dedo señalando, un orgasmo de agitación señalando el acontecimiento esperado. El ómnibus se acercó lento, demasiado lento para los ojos que lo miraban maniobrar, para las bocas frenéticas que, ya desacompasadas, desgarraban la tarde con sus gritos. El rugido se intensificó cuando se abrió la puerta del ómnibus y el primer jugador bajó. Marcos se mantuvo en el borde del remolino que pugnaba por acercarse a los jugadores. Un cordón de seguridad, formado por hombres con aspecto de luchadores de sumo, se prodigaba tratando de contener a la multitud.  Cuando Marcos reconoció a Machado descendiendo al pavimento, supo que ése era el momento. Machado ya estaba a pocos pasos de su posición. Miró al guardia más cercano, debordado por la agitación de un mar de manos que pugnaban por tocar a los ídolos. Dio un paso en el  momento justo para quedar frente a frente con Machado, que tuvo que detener su marcha.
-Tigre, maestro, ¿Me firmás la camiseta?
Machado, detrás de sus lentes negros, no movió un músculo. Orientó su cuerpo de forma de pasar junto al de Marcos, como un barco presuroso que se aleja indiferente a los gritos de auxilio de un náufrago. Marcos quiso seguirlo, dio un paso, pero dos brazos como anacondas lo inmovilizaron, mientras la espalda del ídolo se alejaba.
                             El partido fue una práctica. El equipo local, inferior física y futbolísticamente, nunca pudo estar a la altura de los capitalinos, que jugaron a media máquina. Un rato antes de terminar el partido, Marcos y su padre intentaron acercarse al vestuario. Un urso con cara de pocos amigos les frustró las intenciones.
-No pueden pasar. Sólo prensa.
                               Resolvió jugarse el cartucho de su última oportunidad esperando junto al ómnibus. Casi una hora después, los jugadores comenzaron a recorrer el camino inverso al que habían seguido antes. Esta vez alcanzó a tocar el brazo de Machado cuando pasaba. El Tigre eludió el contacto de un manotazo, apartándose un poco al mismo tiempo.
-¡Tigre, ¿Me firmás la camiseta?
Machado hizo un breve gesto de fastidio, pasándose la mano por el brazo como para sacarse una pelusa. Sin decir palabra, siguió caminando hacia el ómnibus, diluyéndose rápidamente, como una alucinación quebrada de repente por la insoportable tiranía de la lucidez.

sábado, 10 de noviembre de 2012

El hombre de la casa



Jorge terminó la tostada, dio un último sorbo al café, miró la hora en su reloj de pulsera y se incorporó, dejando un breve beso en los labios de su esposa antes de irse.
-Nos vemos luego.
Manejó con impaciencia, sabiendo que llegaría sobre la hora a la entrevista. Era un obsesivo de la puntualidad, le gustaba estar en todos lados al menos media hora antes de lo estipulado. Debido a la falta de lugar para estacionar, tuvo que hacerlo a una cuadra del edificio. Se presentó y tuvo que esperar quince minutos antes de que lo atendieran. Una mujer joven, con una sonrisa que parecía pintada en su cara, lo hizo pasar y, después de hacerle unas preguntas personales, le dijo que debía completar unos test. Dos horas después, pasadas todas las pruebas, preguntó cuándo se conocería el seleccionado para el puesto. La mujer, sin alterar el rictus de su boca plastificada, le contestó que si en dos semanas no lo llamaban era porque no había sido seleccionado.
-Que tenga un buen día, gracias por todo.
Caminó un rato dejándose desgastar por la mañana. Al pasar por un ciber alquiló una máquina y estuvo mandando curriculums y leyendo clasificados, hasta que la tenaza del hambre apretándole bajo la camisa lo hizo detenerse. Recordó que había quedado en verse con Luis, un amigo de toda la vida. Hacía tiempo que no se veían ni hablaban, absorbidos por sus rutinas. Corrió, logrando llegar apenas tarde.
-Hola
-Hola ¿Cómo andás?
-En la lucha. ¿Pediste algo?
-El plato del día, ternera al horno con puré. ¿Qué vas a pedir vos?
-¿Cuánto sale eso?
-Ciento ochenta.
-Mmm, no, no tengo mucho hambre. Un sándwich de jamón y queso y un refresco está bien para mí.
Hicieron el pedido y retomaron la conversación.
-¿Cómo andás? ¿Adriana bien? Hace tiempo que no hablamos.
-Por eso te dije para encontrarnos. Por eso y porque tengo un problema y quizás puedas ayudarme.
La cara de Luis cambió después de estas palabras. Se inclinó hacia Jorge con gesto de preocupación.
-¿Qué pasa negro? ¿Problemas con aquella? Sabés que podés contar conmigo para lo que necesites.
-No, no. Con Adriana está todo bien… por ahora. El tema es que me quedé sin laburo.
-Que cagada che. ¿Qué pasó? Si vos estabas re bien en la fábrica.
-Tuve una discusión muy fuerte con el tano, tanto que terminamos yéndonos a las manos. Me despidió.
-¿Y por qué fue la pelea?
-Yo te conté como es el tipo, es insoportable, una basura de persona, trata a sus empleados como la mierda. Yo ya le había aguantado varias, pero ese día exploté. Me vino a reclamar por una entrega atrasada, le expliqué que no era culpa nuestra sino de los proveedores, no me dio bola, me empezó a gritar, me faltó el respeto y no me aguanté. Fueron cinco años soportando esos destratos. Al principio me callaba la boca, pensaba en cuidar el laburo. Pero llegó a un punto que se me hizo insoportable, aparte está cada día peor, no hay quien lo soporte, te juro.
-Es que trabajando con un tipo así terminás enfermándote. Mira Jorge, no hay mal que por bien no venga, algo mejor te tiene que salir. ¿Cuánto hace de esto?
-Tres meses. No sé, al principio pensaba lo mismo que vos, pero ahora me doy cuenta de lo difícil que es para un tipo de mi edad, con poca calificación encima, conseguir un laburo. He tenido un montón de entrevistas. Parece que mi experiencia como Gerente de Producción no sirve para nada sin un título universitario. Me he trillado todo Montevideo, he dejado curriculums en todos lados, y nada. Para colmo, el viejo mala leche me echó por mala conducta, tuve que hacerle juicio por el despido, y vos sabés como demoran esas cosas. Tenía una guita ahorrada pero me las estoy comiendo. Por eso te llamé. Pensé que capaz que tenías algo para mí en la distribuidora.
Luis se quedó mirándolo un momento, con cara de estar calculando. Finalmente, suspiró.
-Mirá negro, lo único que te puedo ofrecer hoy por hoy es para manejar una camioneta, tengo un chofer enfermo y no sé cuándo vuelve, he tenido que salir yo algunos días. Me gustaría ofrecerte algo mejor pero…
-Está bien, me sirve, mientras me busco otra cosa. ¿Cuánto es el sueldo?
-Quince en la mano.
Ahora fue Jorge el que se quedó callado. Con un suspiro de resignación, asintió.
-Te agradezco hermano, sabía que no me ibas a dejar a pata.
-¿Para qué están los amigos? Y decime, ¿Adriana cómo anda? La cara que va a poner cuándo se entere de que vas a trabajar conmigo.
-No le voy a decir.
Luis abrió los ojos, asombrado.
-¿Y por qué?
-No sabe lo del despido. No pude decirle. No me animé.
-¡Pero en algún momento se va  a enterar! ¿Y todos los días salís de tu casa para simular que vas a trabajar?
-Voy a entrevistas, salgo a recorrer, a veces me meto en la biblioteca o en un ciber. Si llego a conseguir algo bueno le digo que es un cambio de trabajo. Ella está acostumbrada a estar bien, ¿entendés? No puedo fallarle, soy el hombre de la casa.
Miró a Luis, en su silencio creyó percibir un destello de lástima mezclada con incomprensión. Sintió un nudo en la garganta. Tenía que hacer algo para quebrar la incomodidad.
-Hablemos de vos ahora. Decime ¿Cómo andan tus cosas?

sábado, 13 de octubre de 2012

Las vueltas de la vida





Miro la hora. Son las cinco. Adelante, a unos metros de distancia, una pequeña multitud, desbordante de impaciencia, se apiña en las butacas y se desparrama incontenible por el hall. Resignado, aprieto el botón. El número ochenta y tres se enciende en el tablero. Una mujer rubia, algo baja, un poco rechoncha, camina apurada y se sienta frente a mí, mostrándome sin tapujos una mirada de fastidio a la cual estoy acostumbrado.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
La costumbre indica que debo preguntarle en qué puedo ayudarla. Pero algo me detiene. Miro la mano que acomoda un mechón de pelo atrás de la oreja. Los ojos celestes parpadean dejando en evidencia unas incipientes patas de gallo. Un lunar junto al costado de la boca capta mi atención. Intento calcular su edad. Lo que en un principio fue un cosquilleo difuso, ahora es una convicción: la conozco de algún lado. Nunca olvido una cara. Sólo tengo que recordar el cuándo y el dónde.
-¿En qué puedo ayudarla?
Me cuenta que le llegó una factura por un importe incorrecto, exponiéndome los argumentos por los cuales ella nunca pudo haber llegado a un consumo tan alto. Esgrime ante mis ojos desinteresados la prueba del delito, la factura de marras. Me muestra las anteriores, portadoras de importes manifiestamente inferiores. Hago como que le presto atención, formulo unas preguntas genéricas para ganar tiempo, mientras trato de ir estrechando el cerco sobre lo que me dice esa cara. Voy eliminando mentalmente ámbitos posibles de conocimiento, yendo desde el pasado reciente hacia el remoto. Barrio, círculo social, redes sociales, trabajo, trabajos anteriores, facultad. De pronto, el recuerdo me alcanza. Levanto la vista del papel que sostengo en la mano y la miro, reprimiendo con un esfuerzo supremo una sonrisa. Mariana o Natalia (soy malo recordando nombres), sigue parloteando su indignada protesta, que por momentos bordea un manifiesto ideológico contra el Estado y su ineficiencia. Adopto con deliberado esmero el gesto de mayor empatía que me resulta posible. Es evidente que no me reconoció, y no pienso hacer nada que la lleve a hacerlo. En mi mente se va desplegando, como una habitación oscura que va siendo iluminada por la tímida luz de una antorcha, la noche en la que la conocí. El cumpleaños de Rafa, doce, quizás quince años atrás. Me muerdo para no reírme. Rafa salía con una tal Patricia, o Cecilia, una flaca que ni fu ni fa pero que tenía la indudable ventaja de ser casada. La mina había inventado una salida con amigas para poder ir al cumpleaños de Rafa. Y Mariana, o Natalia, era la coartada, la dueña de la casa en la cual la novia de Rafa supuestamente iba a quedarse a dormir.
-No se preocupe, a veces pasan estas cosas, son errores del sistema, pero tienen solución.
Reanuda su parloteo y mi memoria se despereza entregándome desordenadas imágenes de aquella noche. La mesa de truco, las botellas de caña brasileña cayendo inmoladas ante nuestros embates, la espesa humareda de tabaco y de cannabis. Para cuando Patricia o Cecilia y Mariana o Natalia llegaron a la fiesta ya estábamos lo que suele decirse bien entonados. Comparo mi imagen mental de una rubia despampanante portando un escote criminal y una mirada lúbrica que se presentó aquella noche en el apartamento del Rafa con esta señora indignada que insiste en  pretender demostrarme que el Estado está confabulado en su contra. Hago como que la escucho y lanzo una mirada rápida a su alianza, sólo para verificar lo que ya me estoy imaginando de acuerdo a su postura, a su tono de voz, a su atuendo. Me parece mentira que no se acuerde. Tengo que  reconocer que mi orgullo de macho se siente ofendido.
-Hágame el favor, rellene esta solicitud. Lamentablemente va a tener que pagar, pero una vez que se constate el error el monto le será descontado de las futuras facturas.
Desbarato con paciencia sus protestas sobre el atropello que está sufriendo. Le explico que no hay otra solución posible. Finalmente, con un suspiro de resignación, inclina la cabeza sobre el formulario y empieza a escribir.
Me recuesto sobre la silla y dejo que los recuerdos resbalen, impelidos por su propio peso.  La primera vez que quedé fuera de la ronda de truco nos pusimos a conversar. Ella no jugaba, no sabía. Tomaba,  fumaba, y hablaba con la amiga. En un momento Patricia o Cecilia y el Rafa desaparecieron, y yo me quedé conversando con la rubia.
Volví a la ronda, y la siguiente vez que salí ella ya estaba considerablemente borracha. Alguien dijo que se habían terminado los cigarros. Me ofrecí a ir, y la invité. Al llegar a la esquina nos besamos. Al volver, nos metimos en un cuarto. Yo estaba demasiado borracho, apenas logré obtener una semierección, por lo que cuando ella me pidió como una desesperada que se la metiera por atrás, no pude. Terminó la fiesta, le pedí el teléfono, la llamé un par de veces para invitarla a salir, obteniendo respectivas excusas de parte de ella, y después la olvidé. Rafa y Cecilia o Patricia dejaron de verse, y yo jamás volví a ver a Natalia o Mariana. Hasta hoy. Lo que son las vueltas de la vida.
-Firme ahí. Bueno, ahora  yo le doy entrada a la solicitud, y más o menos en dos semanas este asunto va a estar solucionado.
Me sonríe mecánicamente, no del todo convencida de lo que le digo. Me agradece y se va. La veo alejarse, recuerdo su cuerpo desnudo en la penumbra de aquella noche lejana, ahora sí sonrío abiertamente. Tomo el formulario, lo estrujo entre mis manos formando una pelota, y lo tiro en la papelera. A veces, los formularios se traspapelan, son errores del sistema. Aprieto el botón, el número ochenta y siete se enciende en el tablero.