jueves, 22 de diciembre de 2011

Pecados capitales: la gula

-Vero.¿Puedo ir al baño ahora que está tranquilo?
-Si dale, andá.
Al volver del baño entreabrió la puerta del comedor y se asomó. No había nadie. Abrió la heladera rápidamente y sacó una de las viandas. Sacó la tapa, que tenía escrita la palabra "Mabel" con marcador negro, y devoró las empanadas de dos mordiscos, casi atorándose. Puso el contenedor vacío en la heladera y se limpió la boca con una manga. Sacó una botella de refresco y empinó un trago largo. Todo no le llevó más de un minuto. Se asomó  con cautela al pasillo verificando que no había nadie. Finalmente, volvió a su puesto de trabajo caminando plácidamente.
Sintió el primer retorcijón mientras cortaba jamón en la máquina. Se dobló sobre la  mesada sosteniéndose el vientre, con la cara contraída de dolor. Caminó como pudo hacia la trastienda, sintiendo una jauría de navajas en las tripas. Miró la puerta del baño con los ojos nublados de lágrimas.
Sólo tenía que recorrer una decena de metros, pero cuando había  transitado la mitad de esa distancia una nueva puntada la obligó a detenerse. Las piernas le flaquearon, tuvo que recostarse en la pared. Un gemido escapó de su garganta al tiempo que sentia como algo cálido y viscoso le recorría las piernas. Un olor inconfundible inundó el ambiente, volviéndolo irrespirable. Sus compañeras se acercaron, mirándola fijamente.
Mabel le preguntó: -¿Que pasó chiquita, algo te cayó mal?
No contestó, estaba intentando recuperar la respiración. Finalmente, impulsada por la verguenza, corrió hacia el baño.
Martha miró a Mabel sin disimular el asco.
-Negra, me parece que se te fue la mano con el laxante.

martes, 13 de diciembre de 2011

Pecados capitales: la soberbia



Damián la miró con una de esas sonrisas que había ensayado muchas veces frente al espejo en sus años juveniles, y que ahora reservaba para los momentos culminantes, cuando la presa empezaba a tambalearse. Cecilia respondió con otra, más insegura, entrecerrando un poco los ojos. Era el momento de dar el siguiente paso.
-¿Te parece si caminamos un poco? La noche está preciosa.
Tardó unos segundos en responder, pareció dudar. Finalmente, respondió:
-Dale.
Caminaron sin rumbo fijo, hablando animadamente, desinhibidos por el vino que habían tomado. Él mostraba mucho aplomo, moviendo las manos ampulosamente mientras hablaba.
-Me gusta recorrer la ciudad de noche. Me gusta respirar el aire nocturno, caminar sin los apuros del día, ver las caras distendidas de la gente, tan diferentes en sus gestos a las caras malhumoradas y contracturadas que te cruzás durante el día. La ciudad de noche muestra otra cara, mucho más interesante. ¿No te parece?
-Sí, es cierto todo lo que decís, pero a mí en lo personal me da un poco de miedo andar de noche en la calle. Hace unos meses me asaltaron, yo iba por la esquina de la facultad de arquitectura a las doce de la noche y un tipo me puso un cuchillo en el cuello y me robó. Fue horrible, pensé que me iba a pasar algo peor, lo más angustioso que he vivido. Recién ahora me estoy animando a andar de nuevo, pero el miedo no se me va del todo.
-Que lástima que hayas pasado por eso, menos mal que no fue peor. Sí, lamentablemente para una mujer andar sola de noche es complicado hoy por hoy.
-¿Para una mujer? Yo creo que no sólo para una mujer.
-Sí, lógicamente, anda gente muy zarpada en la vuelta. Lo que digo es que los rastrillos lo piensan dos veces antes de meterse con un hombre joven. Esas lacras son como las hienas, buscan víctimas débiles e indefensas: mujeres, niños, viejos.
-¿De qué te sirve ser un hombre joven y fuerte si te ataca una patota o te cruzás a alguien armado?
-Claro, claro, nadie está a salvo. Pero no sé, salvo en esos casos extremos te podés defender de otra manera. Yo, por ejemplo, soy cinturón negro de sipalki. Mirá que no me gusta la violencia, además se nos enseña a usarla sólo como último recurso, pero tengo la seguridad de que ningún rastrillito va a meterme el peso así nomás, el que venga por lana se va a ir esquilado.
Damián agregó a la sonrisa una inclinación de cabeza en un ángulo cuidadosamente estudiado, y levantó una ceja para refrendar con rotundidad su virilidad desbordante, su carácter misterioso e indomable,  el privilegio que significaba para ella estar con él.
Dos tipos aparecieron de pronto, caminando en sentido contrario por la misma vereda. Eran gordos, sucios, displicentes. Uno de ellos se desvió y se paró frente a Damián, preguntándole con tono un poco agresivo:
-¿Un cigarro, amigo?
-No fumamos.-contestó Damián.
El otro frunció la boca en un gesto de disconformidad. Su compañero, sin sacar las manos de los bolsillos, se paró a su lado, mirando a Damián fijamente.
Ahora el que había pedido el cigarro la miró a Cecilia, escaneándola sin disimulo, con avidez, antes de largar las palabras que chasquearon contra la vereda rota.
-Que buena que estás bebé.
-Escuchame...- empezó a decir, casi a susurrar, Damián.
-No te estoy hablando a vos, puto. Me parece que ésta es demasiada hembra para vos. Me la voy a cojer bien cojida y después te voy a dar a vos.
Se había acercado hasta casi tocarlo con su furia, respirando con fuerza, apretando los desparejos dientes.
Las mejillas de Damián se decoloraron hasta quedar blancas como la nieve. Desvió la mirada mientras un balbuceo empezó a sonar lastimeramente en su boca.
-Y-yo... no... yo...n-n-o...
-No rompas las bolas Aníbal, dejá a esta gente tranquila. Dale, vamos.
La voz sonó en la noche como la arenga de un domador a una fiera a punto de saltar sobre el público. El segundo hombre se había acercado a su compañero, poniéndole una mano sobre el pecho, acompañando el reproche de las palabras con el de la mirada.
El otro lo miró, miró a Damián, aflojó el cuerpo, desplegando una sonrisa sobradora.
Se fueron con el mismo paso anodino, dejando una estela de carcajadas como todo rastro.
Los vieron perderse lentamente en las tinieblas. Cuando hubieron desaparecido, la cara de Damián cambió de blanco a rojo intenso. Miró a Cecilia, recuperando el gesto de suficiencia, ocultando la humillación con un invisible movimiento de prestidigitador.
-Estuve a punto de romperles la cabeza, me tuve que aguantar. Por vos ¿Viste? No quise ponerte en riesgo. Por suerte aflojaron a tiempo. ¿Estás bien? ¿Te pusiste nerviosa?
Estiró los brazos buscándole las mejillas. Ella se liberó con un violento gesto de asco.
-Mejor me voy, me tomo un taxi.
-No dejes que un mal  momento pasajero nos arruine la noche. En todo caso podemos ir a mi apartamento, abrir una botella de vino y charlar tranquilos.
-Si. ¡En tus sueños!
Caminó con pasos impacientes rumbo a la avenida. El iba atrás. La alcanzó en el momento en que paraba un taxi.
-Llamame y arreglamos algo. ¿O preferís que te llame?
El ruido de un portazo fue la única respuesta que pudo escuchar. Vio el coche alejarse, llevándose consigo sus posibilidades de compartir cama esa noche.
-Puta... Igual, no estaba tan buena.





jueves, 17 de noviembre de 2011

Travesía

La noche se acerca, su presencia se anuncia en el largo de las sombras, en el frío que avanza  decidido, en la capa de melancolía que crece minuto a minuto. Uno de los últimos rayos de sol, ya debilitado, entra por la ventana de la celda. Repta, indeciso, se encuentra con la cara de Julio García, rebota contra las cicatrices y las arrugas de esa cara que parece anterior al tiempo, se incrusta en el tajo de la boca, muere en los tatuajes del cuello. Julio mira, a través de los barrotes oxidados,lo que queda del patio en la tarde,la aguja insolente del mástil, que en su cúspide sostiene una bandera. Se detiene en el rectángulo de tela flameante, fija la mirada en los colores gastados, murmura una maldición. Alza la vista y la posa  en las montañas, ya opacas, que se levantan en el horizonte. Mira el paisaje de cumbres oscuras, testigos mudos de sus últimas horas. Un escalofrío le recorre la espalda. Pensar en la muerte, en la inminencia de la nada enroscándose en su cara, como un reptil viscoso penetrándole los huesos lentamente, hace que se le aflojen las piernas. Decide evitar pensar en ella, mira con fuerza en dirección a las montañas, concentrándose en las sombras gigantescas que recortan lo que queda del cielo diurno. A lo lejos, paciendo, las montañas, y más allá, invisible, inalcanzable para sus ojos, debe estar el mar. Piensa en el mar. Una lluvia de recuerdos se precipita en su cabeza, saturada de imágenes de amaneceres fríos, cielos infinitos, olas encabritadas. Afila un poco la memoria hasta recordar el olor a sal, impregnando cada pliegue de su niñez. Cierra los ojos, para mantener cautivo ese aroma, temiendo que alguna distracción le permita escapar. Mira ahora los brazos de su padre, Adolfo García, pintados por el sol, día tras día, año tras año, de un color madera brillante. Solía mirarlo mientras preparaba las redes, gigante contra la bóveda del cielo, con el tabaco colgando de los labios duros, y le parecía estar mirando una escultura, como las que tallaban algunos pescadores usando una navaja y un tarugo de madera. Julio lo miraba trabajar, miraba los brazos fibrosos que se movían como si tuvieran vida propia, como si fueran  independientes del resto del cuerpo, hechos definitivamente para estar moviéndose siempre, cinchando, atando, levantando. Recuerda ahora a su padre parado en la playa, mirando al mar. Él miraba a su padre, y éste al suyo, a ese padre severo y generoso, misterioso y bravío, que en el rumor de sus olas hablaba de lo pasajero de la vida y de lo eterno de la muerte. La muerte. Aprieta los párpados para fijar los recuerdos, para evadir la fría bestia que le muerde la carne. ¡Fuera, fuera, puta! Recuerda los días de mar picado, la cara de su padre reflejando la impaciencia de las olas, sintiéndose traicionado tal vez por el viento, por el cielo, por el Dios de las profundidades marinas. Cuando había tormenta no salía el bote, por lo tanto no había pesca, y se las tenían que arreglar con lo que tuvieran, ya que esos días no verían llegar a la madre con el surtido del almacén.
Es tarde, el sol se ha fugado  más allá de los muros del horizonte. Las montañas ya no se ven, camufladas en la oscuridad. Julio García se acuesta en el sucio camastro de la celda y prende un cigarro. Está solo, es el privilegio de los condenados a muerte. Solo con la sombra de la muerte creciendo segundo a segundo, filtrándose entre los barrotes indefensos. Siente el revoltijo en el vientre, se obliga a pensar en el olor a sal de sus ocho años. Cierra los ojos y ve a su padre, empujando el bote en la mañana húmeda. Había amenaza de tormenta; después, con un tono de reproche contenido, todos lo repetían. Lo que no decían era que Adolfo García había salido muchas veces, pese a los pronósticos. El se guiaba por su instinto, confiaba en lo que le decían los huesos, más que en lo que podían advertir los informes meteorológicos. Julio vio el bote alejarse, achicándose con el paso de los minutos, cabalgando las primeras olas de la mañana, bañada la cubierta por un sol perezoso, perpendicular a la esperanza.  Vio la silueta de Adolfo plantada en el puente, balanceándose en el borde de la eternidad, alejándose de espaldas a la costa y a la vida. A media mañana, el cielo se cubrió repentinamente con un tapiz de  nubes, negras como el destino. Cerca del mediodía, un trueno, solemne, ancho, aterrador, dio inicio a la tormenta. Julio y sus hermanos corrieron a refugiarse en la casa. El viento y la lluvia azotaban la ventana con furia, haciendo imposible ver lo que pasaba afuera. Julio escuchó, detrás, un sonido extraño, como un gorgoteo. Al mirar la cara de su madre surcada de lágrimas sintió miedo.
Miedo. Se incorpora y se sienta para prender otro cigarro, como si pudiera, con ese acto, sacudirse de encima la presión pegajosa. Baja y camina por la celda, yendo y viniendo, sintiéndose desangrar a cada paso, ahogado por la ola creciente de la angustia.
Se paró en la orilla, queriendo ver la proa del bote amaneciendo entre las olas, suplicándole al abismo que le devolviera a su padre, que se cobrara su propia vida como el pago necesario para su regreso. Unas pocas mañanas después, medio dormido, lo subieron a un camión destartalado que, arrastrándose entre las dunas, lo llevó, junto a su madre y sus hermanos, con rumbo a lo desconocido, a un lugar privado de la presencia del mar. Julio miró, zarandeándose, entre los pocos muebles que habían cargado, la serena faz líquida que parecía despedirlos con su lento balanceo. Nunca volvió a ver el mar.
El ruido de los pasos lo hacen caer en la realidad.
_Es la hora.- dice el guardia más viejo. Sin contestar, adelanta los brazos para que le pongan las esposas. Empieza  la procesión por el corredor de la muerte, y el resto de los presos, unánimes en el horror, gritan, golpean, aúllan su solidaridad con el condenado. Julio García camina detrás de los guardias, al principio piensa que no tendrá fuerzas para llegar a la puerta, que adivina al fondo del pasillo. Después empieza a afirmarse, levanta la vista y entorna los ojos para evitar que los lastime el sol. Siente, con cada paso que lo acerca a la inyección siniestra, cómo las olas crecen en sus flancos, mientras el cielo y las aguas combaten, haciéndolo caer en su fuego cruzado. Se hunde, pero ya no tiene miedo. La tormenta es ahora una imagen congelada, ve la cara de su padre e intenta sonreír mientras  la espuma salada le llena la boca.

viernes, 14 de octubre de 2011

Bocacalle

Casi llegando a la esquina saqué el paquete de chicles del bolsillo. Hice una bolita con el envoltorio, le apunté a un charco que se había formado en el hueco de una baldosa faltante, y lo tiré. Casi no se veian autos, era un barrio tranquilo, además era domingo y ya cerca de la medianoche. Bajé el cordón con paso despreocupado, pensando en el sorteo del cinco de oro. Hacía frío. Me subí las solapas del saco y encogí el cuerpo, redoblando el paso. A unos veinte metros delante mío, una rubia despampanante contoneaba su jean ajustado queriendo abarcar toda la vereda. Aceleré, con la intención de alcanzarla. En ese momento la lluvia, que había estado agazapada desde hacía horas, empezó a caer, mansa pero constante. Imprimí aún más velocidad a mi tranco, ya casi estaba corriendo. La noche se mostraba hostil, ofuscada, escapando hacia todos los puntos cardinales. Maldije por no tener un paraguas, como cada vez que la lluvia me sorprendía en la calle. Un zumbido y una luz me sacaron de mis pensamientos. Giré la cabeza y a lo lejos vi la doble advertencia de unos focos acercándose. Empecé a transpirar, pese a la lluvia; me dolían las piernas. Escupí el chicle, dejándolo atrás. El refugio de la vereda estaba aún lejos. Dejando de lado todo recato, corrí con todas mis fuerzas. La luz ahora me cubria, encegueciéndome. El ruido de ruedas sobre el pavimento mojado se acercaba. Me cubrí la cara para ocultarla del resplandor, y volví a mirar adelante. Todavía muy lejos. Estaba quedándome sin aire, no soy de correr ni de hacer ejercicio. Tal vez pudiera volver. Miré hacia atrás, pero la distancia hacia la salvación era mayor todavía. De pronto sentí que las piernas, agotadas, dejaban de responderme. Miré hacia el auto que se me abalanzaba y tuve ganas de gritar. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, reanudé la marcha. Tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tengo que lograrlo...

viernes, 9 de septiembre de 2011

El misterio del cajero automático

Estás yendo para el trabajo con el tiempo justo y te acordás de que tenés que pasar por un cajero. Te decís que si  hay mucha gente seguís de largo, pero hete aquí que sólo hay una persona adelante tuyo, por lo que decidís quedarte a sacar plata. Después de cinco o seis minutos de esperar que la tal persona, que a veces es una dulce abuelita, otras un yuppie con cara de aburrido, salga, es cuando empiezan a surgir las preguntas: ¿Habrá encontrado la forma de conectarse a internet desde el cajero? ¿Estará chateando? ¿Se estará tomando un café, surgido desde la ranura que entrega los billetes? ¿O quizás consultando el horóscopo? ¿Será el cajero un nudo de energía, como las pirámides o la estancia La Aurora, y quien está dentro un iniciado que está encontrando la iluminación? ¿Qué usos ocultos tienen los cajeros automáticos que uno, en casi cuarenta años de vida, no ha descubierto? Finalmente la persona sale, y te dan ganas de preguntárselo (que son mucho menos intensas que las de estrangularlo/a). En cambio entrás, y antes de poner la tarjeta en la ranura y sacar la plata ( operación que no PUEDE tardar más de TREINTA segundos), mirás al aparato esperando que te diga o te muestre algo, que te de una señal, por mínima que sea. Pero nada, y terminás pensando que, después de todo, poner la plata abajo del colchón no es tan mala idea.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Idolo

 Recibió la pelota viboreante con una caricia, dejándola aturdida contra el empeine, mansita. Reconoció, en una fracción de segundo, la silueta del marcador, avecinándose como una tormenta. Quebró la cintura y tocó la pelota en un sólo movimiento, dejando al rival desparramado sobre el césped. Otra camiseta rival apareció por la derecha, amenazante. Pisó la pelota y  le dió un toque, dejándose el espacio justo para disparar el pique demoledor. Enfrentó, rebosante de serenidad, al último escollo, el arquero. Amagó sin detener la carrera, lanzándose hacia el otro costado, sorteando al cuerpo vencido del adversario, acercándose inexorable al rectángulo del arco, prodigando una última caricia al esférico, lo suficientemente suave como para imprimirle un efecto dramático al rodar, sutil y contundente al mismo tiempo. Después, abrió los brazos, desgajó el grito uniéndose al coro multitudinario, dejó que el pecho se le llenara de gloria.
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-Fijese, Arellano, que nosotros venimos a reparar una omisión imperdonable que la Asociación ha tenido con usted durante años. Nosotros, en tanto representantes de todo el fútbol uruguayo, y me atrevo a decir más, de la sociedad uruguaya entera, no podíamos menos que reconocer a una gloria como usted. Humildemente, sí, dada la situación delicada en que nos encontramos hoy en día desde el punto de vista financiero; fijese que cada día va menos gente al fútbol, nos vemos en figurillas para mantener los números de la Asociación en orden. Pero no importa, acá estamos; sabiendo que usted no está pasando tampoco por un buen momento, le tendemos nuestra mano solidaria, de hermano diría yo, para ayudarlo a salir del pozo en que la vida lo ha sumido injustamente. Vamos Arellano, venga un apretón de manos y un abrazo. Espere, me acomodo la corbata primero. Ahora si, a ver, los fotógrafos, atentos que ahí vamos.
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-Acá tiene el uniforme, son mil  pesos que se los descontamos en tres cuotas. Firme acá. Si, ahí mismo. Vaya nomás.
Arellano bajó la escalera siguiendo al encargado, adentrándose sin pausa en la húmeda atmósfera del estacionamiento. Miró las filas de autos último modelo, impolutas máquinas, dormidas en la penumbra del sótano débilmente iluminado. Al llegar a la garita, el encargado lo hizo entrar.
-Cualquier cosa me llama, Arellano, asegúrese de tener el handy siempre prendido.
Hizo una pausa, cambiando la mirada. Arellano se reconoció en ella, reconoció una de aquellas miradas de antes, una de ésas que ya le dedicaban sólo de vez en cuando.
-Sólo una cosa más. ¿Me firmaría un autógrafo para mi hijo? Le hablé de usted,  del Torpedo Arellano, de lo grande que fue. Tome una lapicera.
Arellano se quedó sentado, mirando a través del vidrio de la garita, esperando que la caldera le avisara que el agua para el mate estaba pronta. Cuarenta pesos la hora. Se acordó de cuando iba en ómnibus a las prácticas, de aquellas veces en que el viejo no tenía para darle y le pedía prestada la bicicleta al Pepe Bustamante. Los comienzos habían sido duros, siempre eran duros.
-Si no no tendría gracia, dijo en voz alta, para convencerse de que esta vez, como aquélla, la vida, después de zamarrearlo un poco, le abriría los brazos para recibirlo como a su hijo pródigo.

miércoles, 27 de julio de 2011

Desfasaje

Miré la esfera grave del reloj, pestañando antes de sentir el golpe del pánico en el cuerpo. Había cerrado los ojos con descuido, cediendo por un instante a las ganas de seguir durmiendo, abríéndolos con violencia ante el aullido de la alarma en mi cabeza. ¡No te duermas! Demasiado tarde. ¡Las siete y cinco! ¡Y cinco!
Me vestí omitiendo la ducha, mientras maldecía. Ya no tendría tiempo para desayunar como a mí me gusta, armando la mesa ceremoniosamente, disponiendo con precisión geométrica el azucarero, la miel, el plato con las tostadas, el platillo y la taza de café. Apenas si pude deglutir una banana antes de salir disparado con rumbo a la parada. Llamé al ascensor pero me di cuenta de que no cargaba con la paciencia suficiente como para quedarme esperándolo. Me lancé escaleras abajo, sintiendo el contrapunto entre el golpe de mis pies contra los escalones y el batir furioso del corazón contra las costillas.
Al salir a la calle no pude resistir la tentación de mirar el reloj. Otra pérdida de tiempo. Retomé el camino hacia la parada arrastrando mi angustia por las baldosas flojas de la mañana. Antes de llegar ya lo supe. La gente habitual no se veía. No estaba la veterana que fumaba Marlboro y se pintaba los labios de rojo bermellón, ni el adolescente con la cara llena de granos y de incertidumbres, que me hacía acordar a mí mismo a los quince años. Sentí al mundo desaparecer bajo mis pies. Estuve a punto de gritar, pero en ese momento vi la silueta negra y amarilla doblando la esquina, enfilando directamente hacia mí. La suerte no me había abandonado del todo.
-¡Taxi!
Salté dentro del coche y exlamé histéricamente:
¡Urquiza y Bartolomé Mitre!
El taxista arrancó y no pasaron cinco segundos antes de que me hiciera un comentario sobre el clima. Miré hacia afuera, con la intención de hacer ostensible mi desinterés por empezar una conversación. Más allá del vidrio sucio de la ventanilla, implacable se extendía la ciudad, con  personas trazando en las veredas extrañas coreografías, haciendo lo posible por mimetizarse, disimulando, con todas sus fuerzas, sus miserias y temores. La voz del taxista me sacó de mi ensoñación.
-¿Dónde lo dejo maestro?
-En la esquina. Sí, acá está bien.
Me bajé y corrí sin esperar el vuelto. Crucé la puerta del edificio omitiendo el consabido saludo al portero. Ya habría tiempo para explicaciones más tarde. ¿Habría? Sentí una el lastre de algo como una piedra en el estómago. Exhausto, mareado por la falta de aire, me paré frente al reloj y saqué mi tarjeta de la ranura. La miré. Demasiado tarde, alguien ya la había marcado por mí, y ocupaba ahora mi lugar. El desfasaje de cinco minutos era definitivo. Confrontado a esa certeza, consciente de que a partir de ese momento llegaría cinco minutos tarde a todos lados, de que el usurpador ocuparía mi lugar en cada una de las instancias ulteriores de mi vida, sentí el ardor inconfundible de las lágrimas brotando de mis ojos.

lunes, 6 de junio de 2011

Pecados capitales: la envidia

Era el mejor jugador de la cuadra, hasta que un día apareció al costado de la cancha un niño, de cara feliz como la palabra indisciplina y  ojos saltarines bajo la nube roja del pelo enmarañado. Parecía escrutarlos con menos curiosidad  que complacencia, como Moisés al divisar la tierra prometida, sabiendo que había encontrado su lugar, que la búsqueda había terminado.
-¿Puedo jugar?
Unos pocos días y partidos después, ya era el primero en ser elegido cuando "pisaban", el que todos buscaban, el que lograba que los demás lo escucharan  y lo siguieran. En fin, el nuevo líder. Antonio, como todos, estaba fascinado con la energía que escapaba a raudales de ese cuerpo conciso e inquieto, con la determinación que parecía guiar cada uno de sus  movimientos. Juan era la pasión personificada. Además, era leal,  con una lealtad de las que molestan, es decir, totalmente desinteresada. Él siempre estaba cuando el amigo lo necesitaba, compartía la alegría con la misma entereza que la pena, prodigaba consuelo cuando era necesario, risa cuando era adecuado, puteada cuando se imponía. La química fue instantánea entre ellos. Antonio se convirtió en la mano derecha de Juan.Se dedicaron a compartir esa etapa de la vida en que todo parece una aventura, en que todo parece estar ahí para ser descubierto y gozado, como un tesoro expectante e inminente que aguarda cada día ser encontrado a la vuelta de una esquina. Antonio se sentía orgulloso de ser el mejor amigo de Juan, de ser el elegido por Juan para las rabonas de la escuela o el robo de moras de  los domingos. En ese entonces quería a Juan, sin lugar a dudas. Ya se sospechaba menos que él, pero eso no lo molestaba, su alma aún no había sido impregnada por las emanaciones ponzoñosas de la envidia.
Y un día llegó Gloria, con su carita de muñeca perdida, sintiéndose observada, sufriendo por ser la nueva de la clase, buscando  con sus ojos de almendra un lugar donde acomodarse, casi suplicando piedad por su irrupción. Su inteligencia y delicadeza llamaron la atención de Antonio.Muy pronto se enamoró de ella, con una devoción infantil sólo comparable a su incapacidad para expresarla. No sabía como enfrentarse a esos nuevos sentimientos, en su mente se formó una imagen de Gloria como un ser angelical y perfecto, alguien inalcanzable de quien jamás podría merecer su amor. Sólo alguien superior, un príncipe o un superhéroe podría llegar a ocupar los pensamientos de Gloria y ser la causa de sus suspiros. Se avergonzaba cuando ella le hablaba, tartamudeaba, perdía su aplomo, quería escapar de su lado para recuperar el sosiego. Sin embargo, invariablemente terminaba inventando excusas y motivos para estar cerca de ella, para escuchar su voz, para recibir una sonrisa de Gloria como un disparo de éxtasis en el pecho. Antonio vivía menos de lo que soñaba. Soñaba con Gloria, con la voz de Gloria llamándolo, con los labios de Gloria buscándolo, con su alma reclamándolo. En sus sueños, Antonio podía ver los pensamientos de Gloria saliendo de su cabeza, definidos sus colores y sus formas, y esas formas eran las de la cara de Antonio. Antonio riendo, Antonio hablando, Antonio durmiendo(soñando con Gloria).
En la última semana de clase de aquél año inolvidable se decidió a hablarle. Gloria le había dicho que se iba con su familia de vacaciones todo enero, lo que para Antonio fue como si lo balancearan sobre las compuertas del infierno. Se dijo es ahora o nunca.  Llegó el día elegido, y Antonio, enfrentando a sus miedos uno por uno, solamente armado con las balas urgentes del amor, emergió  decidido a dar el paso. Se levantó casi con la mañana. Un hormigueo le recorría el cuerpo de norte a sur. Se miró en el espejo, desaprobándose, buscando sosegar la rebeldía de su pelo con un fijador del hermano que encontró en el botiquín.
Sorteó la brizna de vergüenza que se le pegó en las orejas al salir de su casa con el ramo de flores, ya semimarchitas, que había pasado la noche bajo la sombra de su cama. La mañana se mostraba tentadora como un caramelo recién desenvuelto. La bicicleta lo llevó dejando atrás sus temores, cortando el viento con la cara. Llegó a la esquina de la casa de Gloria enfrentado a la obligación de reducir la velocidad. Miró las flores, contempló los destellos remanentes de su original majestad, intentó acomodarlas pero no supo cómo. Caminó unos metros y los vio junto a la puerta. Se tomaban de la mano y se miraban con esa pasión primeriza imposible de describir con palabras, La boca de Juan florecía susurros en el oído sonrojado de Gloria. Absortos uno en el otro, permanecian ajenos al mundo en un tiempo propio, inexpugnable para los demás, inalcanzables. Antonio detuvo sus pasos, y el tiempo, sorprendido, se detuvo con él. Juan y Gloria no lo habían visto, entretenidos como estaban en acariciarse con palabras y con risas, en dejar jugar al tacto de sus dedos jóvenes con el pelo y la piel erizada. Antonio quiso decir algo, pero no pudo. Regresó sobre su huella sin que lo vieran, se encerró en su cuarto y se dedicó a odiarse y a odiar a Juan minuciosamente, esculpiendo los rasgos del odio milímetro a milímetro en la oscuridad, dejando hincharse al odio con cada respiración, alimentándolo en silencio con las manos en la nuca, mirando al techo sin mirarlo, concentrado en urdir planes de reivindicación ahítos de la oscura sangre del traidor.

Antonio cerró los ojos un instante al enfrentarse al aliento frío de la noche. Había tomado bastante y se sentía un poco mareado. Detrás suyo sonaron unas carcajadas como botellas dándose contra el piso. Juan y Gloria se despedían de los demás. Antonio giró para esperarlos. Miró a Juan, admiró sus gestos desenvueltos, ponderó ese aura de algo indefinible que Juan emanaba constantemente y que  quienes lo conocían solían llamar carisma. Gloria se acomodaba la bufanda con un movimiento elegante de su mano izquierda. Antonio la miró, lo miró a Juan, los miró a los dos, espléndidos, bendecidos por los dioses, ligados por una correspondencia biunívoca y ostensible. Gloria reía  de alguna ocurrencia ingeniosa de Juan, y su risa impregnaba la noche matizando el frío insoportable que la cubría. Antonio no dejaba de maravillarse de la felicidad que irradiaba esa risa; no podía, escuchando la risa de Gloria, dejar de sentir asombro ante esa evidencia incontrastable de que la felicidad existía, y, más que eso, era una entidad casi palpable. Antonio volvió a cerrar los ojos para intentar captar el perfume de la felicidad en los últimos flecos de la risa de Gloria. Por un momento sintió la necesidad de levantar las manos desnudas para atrapar a la felicidad, para atraer hacia su pecho con las diez garras crispadas de los dedos a esa felicidad que pasaba sobre su cabeza, que rozaba su ropa , que lo atravesaba de lado a lado sin dejarle ni un vestigio entre la carne. Y era por Juan. Antonio se negaba a repetírselo con palabras, pero no era necesario, bastaba con sentir el hueco creciendo en el vientre, alcanzaba con soportar, inmaculado, el latigazo de desazón al comprobar cómo los ojos de Gloria rejuvenecían al mirar a Juan, cómo el cuerpo de Gloria hablaba el mudo lenguaje de la plenitud al tener a Juan cerca, al hablar de él, o al pensar silenciosamente en él cuando no estaba. Le dolía casi hasta lo insoportable ver feliz a Gloria por causa de Juan, a veces pensaba que lo mejor sería dejar de verlos, inventar una ofensa, articular un argumento que justificara una desaparición de los lugares y los tiempos de encuentro habituales. Pero no podía resignarse a no verla más, prefería soportar el afilado golpe de los celos entre las costillas al verla junto a Juan, al verla reír y ser feliz con Juan, antes que no verla. Gloria amaba a Juan, su mejor amigo, y él amaba a Gloria. Antonio se reía con una risa más amarga que el llanto al repetírselo. "En que linda telenovela venezolana estoy metido." Además, Antonio se dejaba llevar por el pensamiento de que tal vez, algún inimaginable día, al abrir los ojos, se encontraría con la sorpresa de un mundo con Gloria y Juan separados, de un mundo imposible de Gloria abandonada por Juan y necesitada de consuelo. En semejante mundo Antonio podría quizás recoger algunas migas de lo que dejara Juan. Podría sentirse Juan por un día, sentir en el cuerpo algo parecido a la felicidad al poseer aunque fuera por un día aquello que había sido de Juan. Por un día. Antonio abrió los ojos y enfrentó al rostro mudo de la noche, aterrizado de vuelta en el mundo  prosaico de los lazos triangulares encubiertos.

Abrió los ojos sobresaltado por el  crepitar insistente del celular sobre la mesa de luz. Tres de la mañana, no podía ser nada bueno. Era Juan. Escuchó las cuatro primeras palabras, después se dejó tragar por el abismo huracanado que se le abrió paso desde adentro, desgarrándolo sin piedad ni contemplaciones.

Mirando la cara desfalleciente de Juan, midiendo las marcas dejadas por las esquirlas de la tristeza en sus rasgos, las huellas de esa tristeza inesperada que los cruzaba transversalmente, igualándolos por primera vez, nivelando por primera vez, al influjo de su marea, nobleza y mezquindad, brillantez y mediocridad, viendo la sombra de la tristeza extenderse sobre la frente indefensa de Juan, y sintiendo el simultáneo movimiento de la satisfacción creciendo en sus entrañas, Antonio no pudo dejar de agradecerle a Gloria por haberse muerto. Su amada Gloria, eterno blanco de su trunco amor, ahora invicta ante la decadencia y la vejez, victoriosa a la erosión del tiempo, fijada para siempre en el plano indestructible del recuerdo. No podía haber tenido mejor destino, pensaba Antonio. Se quedó ahí, sorprendido por la repentina conciencia del volumen apabullante de su miseria, mirando a Juan con ganas, con el gesto más triste que pudo elaborar, con miedo de que se le notara el vendaval de algarabía que le azotaba el cuerpo.

miércoles, 1 de junio de 2011

Taxistas al poder

Supongamos que usted se siente cansado y la reuma lo tiene como loco, entonces decide comprar Gevral para quedar como un toro y mirar la vida desde una perspectiva más optimista. Supongamos que usted no sabe dónde queda la farmacia más cercana. ¿Qué hacer entonces? Existen infinidad de métodos para encontrar una farmacia. Uno de los más obvios y utilizados es preguntarle a un vecino. Sin embargo, éste no es un método confiable. El vecino podría, debido quizás a aquél destornillador que nos prestó y nunca le devolvimos, enviarnos a otro lugar, por ejemplo a la comisaría. Y es notorio y conocido por todos que en las comisarías no venden Gevral.
El mejor método para resolver el intríngulis que nos ocupa es caminar a lo largo de una calle hasta su final, o viceversa, en este caso el orden de los factores no altera el producto, a diferencia de cuando se hace un bizcochuelo, que no se lo puede meter en el horno antes de batir los huevos. Pero volvamos a la farmacia, la receta del bizcochuelo la dejaremos para otro artículo.
Es importante señalar que mientras más larga la calle más probabilidades de éxito tendremos. Si usted elige la calle Curiales, por ejemplo, será muy difícil que vuelva a su casa con el Gevral, ya que la calle Curiales es famosa por su escasa longitud, así como por su sempiterna ausencia de farmacias. No así de pizzerías, está la del gordo Rolando que hace unas muzzas que son para chuparse los dedos. La calle Propios es mucho más recomendable para nuestro propósito, por el hecho de que es más larga que Curiales, lo cual no necesita demostración, alcanza con preguntarle a cualquier taxista en caso de duda. Siempre que se tenga una duda sobre algo habrá que preguntarle a un taxista, esa ha sido nuestra prédica desde siempre y no nos cansaremos de repetirlo. Estoy persuadido de que si un taxista fuera Presidente de la República las cosas estarían mucho mejor.
No me mire así, usted piensa que ésto no tiene nada que ver con la búsqueda de Gevral, pero en la naturaleza todo está inextricablemente unido, la otra vez vi en el discoveri chanel que si uno le corta una rama a un árbol, pongale en Nuevo París, después se derriten los polos y los iglús de los osos polares.
Volviendo a lo nuestro, quiero aclarar que seguir nuestra propuesta no asegura que usted vaya a encontrar la dichosa farmacia, pero no cabe duda de que tendrá más posibilidades moviéndose en línea recta que en zig zag, (ésto, dicho sea de paso, es válido en todos los órdenes de la vida).
Tiene razón, no se me había ocurrido, puede tomarse un taxi y preguntarle al taxista, de esa forma usted podrá hacerse con el Gevral en un plazo perentorio.
¿Vió que yo tenía razón? Todo tiene que ver con todo.

viernes, 13 de mayo de 2011

Idea

No puedo escribir. Una fuerza corrosiva paraliza mis dedos, obnubila mi pensamiento, me sujeta y me inmoviliza. Escucho el rodar del mundo, su abrumador ciclo  de nacimiento y muerte, me fastidio, finalmente me decido a salir a caminar en busca de inspiración. Es inútil, ni una escuálida idea brota en el yermo territorio de mi mente. Un viejo perro sarnoso se me acerca, olfatea desconfiado mi frustración. Levanto una rama del piso y la tiro esperando que vaya a buscarla, pero en lugar de eso se asusta y se va, deteniéndose a una distancia prudencial. El sol de mayo le acaricia el lomo, haciendo brillar sus canas. Lo llamo usando un tono lo más amistoso posible para debilitar su renuencia. Me mira, aún desconfiando, durante algunos segundos, hasta que tímidamente vuelve a acercarse. Acaricio la vieja cabeza logrando unos meneos de cola como signo de aprobación. Retomo la caminata, seguido por el fatigoso trajín de sus pezuñas. Una lata de refresco, vacía y abollada, se cruza en mi camino. La pateo distraídamente tres o cuatro veces. Mi perruna sombra se adelanta aferrando la lata con los dientes, se me acerca y me la ofrece. Agoniza la tarde y las cosas empiezan a diluirse en la penumbra. Vuelvo a casa, y al llegar compruebo la persistencia del perro detrás mío. Un pedazo de pan logra vencer su resistencia a entrar. Le pongo un tarro con agua y lo bautizo.
-Te vas a llamar Idea.
Lo dejo inmerso en la tarea de reconocer su nuevo hogar. Me siento frente a la computadora y empiezo a escribir ésto.

lunes, 18 de abril de 2011

Pecados capitales: la lujuria

La debo haber visto por primera vez en un día de traspapelada memoria. Me imagino a mí mismo haciendo un rápido escaneo y apuntando internamente: "una hembra estupenda". Una más entre las muchas que  veo cada día, una de tantas que merecen el calificativo, una que uno mira, mide, desnuda mentalmente por un segundo y termina relegando al infinito conjunto de lo que nunca será. Nunca será por joven, por linda y por  alumna. Son tres razones que suelen interponerse implícitamente en mis pretensiones de acercarme a una mujer a una distancia que implique la posibilidad de la falta de respeto consensuada. Las dos primeras aparecen tácitamente, y la tercera es interpuesta por mi desganado apego al código ético que rige las relaciones profesor-alumna. Sí puedo, en cambio, precisar el momento de nuestro primer diálogo. Bajando las escaleras de la facultad me encontré con su letal humanidad interponiéndose en mi camino de tal forma que no pude seguir avanzando.
-Licenciado, quería decirle que su último libro  me resultó realmente fascinante.
Sonreí halagado. Me halaga cuando alguien dice que me leyó, me halaga aún más si  me dice que le gustó lo que leyó, y si me lo dice una joven y atractiva muchacha puedo llegar a sentir cómo mi pecho se infla colmado de satisfacción.
-Gracias, es bueno saber que lo que uno escribe es de utilidad para alguien.- contesté, o alguna frase insulsa por el estilo.
-Sin embargo,  no me quedó clara su exposición sobre los cambios en la órbita  de los electrones en relación a la alineación de los planetas.- puede haber continuado ella.
-No se preocupe, a mi tampoco.-una sonrisa idiota acompañó adecuadamente al comentario idiota.
 Respondió con una risa que me pareció exagerada. Aun así algo se movió dentro mío al escucharla, al repasar con la vista esa boca tintineante, al mirar esos ojos incitantes que no dejaban de observarme.
-Quizás algún día me lo pueda explicar mejor, oportunidad no va a faltar, nos vamos a ver seguido. Gracias por su tiempo.
Se fue contoneándose, dejándome enfrascado en la tarea de mensurar su ingeniería y su arquitectura.
El tiempo pasó, la anécdota quedó en eso. Yo la veía en las clases de los martes y los viernes, mezclada con los otros, con su cara de nena caprichosa que obtiene todo lo que quiere, ígnea presencia indisimulable, como si los demás estuvieran en blanco y negro y ella brillara en un rojo furioso.
El tiempo pasó y fue recién en un congreso que volvímos a hablar. Yo estaba intentando deshacerme de la nube de alcahuetes que revoloteaba a mi alrededor embadurnándome con frases de fingido entusiasmo elogioso sobre mi ponencia. Me estaba escabullendo hacia uno de los rincones de la sala al mejor estilo de un wing izquierdo cuando me topé con ella y dos copas de vino en sus manos.
-Felicitaciones Licenciado, estuvo magnífico. La claridad y profundidad de su oratoria merecen un brindis.
No tuve escapatoria ni quise tenerla. Me dejé llevar por la conversación. En pocos minutos perdí la noción de quién era y de donde estaba. Algo dentro mío clamaba por poner distancia: No está bien profe, no señor. No está bien que mire así el escote de su alumna. Cómo se le ocurre, ella podría ser su hija. Piense en su abnegada esposa, piense en la paz del hogar que lo espera. Pero no sea ridículo por favor, ya está grande para estas cosas.
La voz sólo se acalló cuando entramos a la habitación del hotel y nos abalanzamos uno sobre el otro en un tropel de bocas buscándose, de manos desbocadas plantando bandera, marcando territorios, lanzando proclamas de ansia y deseo.
Ese fue el principio de mi doble vida. La inalterable sucesión de elementales ritos que formaban el diario devenir de mi existencia fue quebrada.Desde el primer momento ella tuvo el control de la relación. Me llamaba o me mandaba mensajes a cualquier hora para encontrarnos en la sombra. Yo tenía que poner cualquier excusa para irme de casa. Mi mujer parecía no sospechar nada, supongo que nunca se hubiera imaginado que un tipo frío y conservador como yo pudiera tener una amante.
Una tarde me llamó para encontrarnos en su apartamento. Puse una excusa estúpida para dejar la facultad y fui. Ni bien entré se me tiró encima, reclamando mi cuerpo sin palabras. Empecé a decir algo pero me lo impidió tapándome la boca con una mano. Con la otra tomó una de las  mías y me llevó hasta el dormitorio. Pensé que me iba a hacer entrar pero al llegar al umbral me frenó. Quise preguntarle algo pero esta vez me hizo callar cruzando el índice sobre los labios, al tiempo que con un gesto mi incitó a mirar adentro. Atravesado sobre la desordenada cama, con la boca abierta y babeante, vistiendo apenas un boxer, dormía profundamente un muchacho. Mi cuerpo se tensó inmediatamente, la miré buscando una explicación.
- Mi novio acaba de volver del viaje. Llegó cansado y se acostó a dormir.¿Podés creerlo?
La miré sin entender qué estaba pasando. Por toda respuesta me arrastró hasta el comedor y empezó a desnudarme. Nos poseimos sobre la mesa frenéticamente, al mismo tiempo que intentábamos  hacer el menor ruido posible. Ni bien terminamos me obligó a vestirme y a irme sin decir palabra. Le gustaba el sexo arriesgado, en los pasillos, en los baños, azoteas, ascensores, todo lo que implicara la posibilidad de ser descubiertos. También filmábamos algunos de nuestros encuentros, regodeándonos después en la contemplación de tales filmaciones. Yo me dejaba llevar por  la gravedad  irresistible de mis deseos, que como un ejército de demonios acometían contra los muros cada vez más endebles de mi cordura.  Viéndolo en perspectiva queda claro que iba acercándome sin pausa hacia mi destrucción, como un ciego caminando al borde de un acantilado, arrastrado por el poderoso influjo de una fuerza oscura y devoradora.
Por momentos me asaltaba, con la evidencia de un axioma, la certeza de ser un viejo verde, de estar hundido en el ridículo hasta las meninges. Entonces decidía no verla más, empezaba a diseñar un discurso aleccionador sobre el valor de la ética, de la verdad y del compromiso. Pero bastaba con sobrevolar el recuerdo de su perfume, de su carne rotunda cediendo al ansia de mis manos, de la música hechizante de sus gemidos sacudiendo los cimientos de mi razón, para perderme nuevamente.De nada me servían ya mis prevenciones,  mi cinismo de hombre que sabe que está de vuelta en la vida, ni mis esfuerzos por ceñirme a los límites de la razón y la prudencia.


Llegué a casa con el invierno pisándome los talones. Bajé mis cosas del auto pensando en la ducha caliente que me esperaba en pocos minutos. Entré sin saber lo que me esperaba, mirando con placidez los sobres abandonados que parecían recibirme con mirada de perros ansiosos. Pasé el recibidor y al llegar al living me los encontré. Recibí el primer golpe antes de que pudiera esbozar un pensamiento sobre lo que estaba pasando. Me doblé boqueando por la falta de aire. El segundo me llegó contra el costado de la nariz, haciendo brotar la sangre y tirándome al piso. Se escucharon unos gritos, ruidos de gente corriendo y forcejeando, sentí como el miedo se me escapaba por los poros, desparramándose por el piso, llegando hasta los cuadros, los muebles, las ventanas. Me arrastré hacia una pared, donde quedé acurrucado como un cachorro en espera de un garrotazo. A unos pasos, el novio de Carolina vociferaba su odio mientras ella se le colgaba de un brazo intentando contenerlo. Yo me había convertido en una presa hipnotizada por su cazador, incapaz de intentar cualquier movimiento  para defenderme. El me gritaba, desencajado de furor, y ella le gritaba para que me dejara, para que no me pegara más. Después de unos segundos de forcejeo el pareció calmarse un poco. Entonces levanté la vista y lo miré como un borrego degollado.
-Voy a matarte hijo de puta- me decía , con voz entrecortada por la falta de aire.
-Tranquilo Marcos, por favor.
-Vos no me hables, puta, mirá, mirate.
Señaló algo mientras hablaba. Miré hacia allí; el plasma emitía unas imágenes familiares: una de las sesiones sexuales que habíamos filmado. Entonces vi algo más. Sentada enfrente del televisor, con la cabeza hundida entre las manos, mi esposa parecía un fantasma de yeso en el paisaje borrascoso de la casa. Una punzada me atravesó el pecho, supe que estaba perdido.
-Julia...
Me levanté y caminé hacia ella, pero cuando estaba a pocos centímetros levantó la cabeza con un movimiento eléctrico y fulminante.
_No te me acerques.
No pude hacer otra cosa que obedecer lo que no era un pedido, sino una orden.
A partir de ese momento perdí la noción de lo que pasaba, como un boxeador tambaleante me quedé esperando el golpe que me derribara definitivamente. Me senté nuevamente en el rincón elegido para  mi ejecución, abandonándome al destino, manso en mi resignación.
Marcos se me acercó, extrañamente calmado. Su mirada emanaba  más lástima que odio.
-Se te terminó la joda galán. Aunque quien sabe, en una de esas te convertís en una estrella. Hoy subí tus peliculitas a la web.
 Las cosas a mi alrededor se cubrieron con un velo opaco, el tiempo se astilló en pedazos irreconocibles, las sombras del estupor adormecieron mis sentidos, no sé si pasaron horas o minutos hasta que recobré la conciencia. Estaba solo. Solo con mi humillación, con el cadáver andrajoso de mi vida flotando en el aire, salpicando los sillones y las baldosas. En el otro extremo del living se desplegaban insidiosas las imágenes de mi perdición, como flores venenosas que, después de haberme seducido, mostraran ahora sin tapujos su esencia destructiva.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Pecados capitales: la ira

Resuenan los cantos en el aire. Cantos de amor  y de guerra flotando en el viento, elevándose viriles en la tarde de domingo, haciendo flamear los trapos en los balcones. Hoy es día de fiesta, los devotos de la causa nos reunimos, compartimos nuestro fervor, comulgamos sobre los escalones de cemento. Marchamos cobijados por los colores sagrados que vibran en las banderas, en las camisetas, en la piel, en la sangre. Innumerables nos movemos, multitud vuelta un solo ser pavoroso que se extiende y repta hasta envolver al estadio en un abrazo ansioso.
También están los enemigos, intolerable presencia que debe ser aplastada, aunque hay que reconocer que sin ellos no seríamos lo que somos; pese a la blasfemia de su existencia cumplen un fin necesario: el de demostrar, por contraste, que somos los mejores, los más grandes, los más hombres.
Existe además  la otra parte de la vida, esa parte que se puede definir en unas pocas palabras: necesaria, cotidiana, ordinaria. Tengo que trabajar, tengo que pagar mis cuentas, tengo que cumplirle a mi mujer, que alimentar y vestir a mis hijos. Tengo que ser tan ambicioso y tan rapaz como se considere necesario, como la situación lo requiera. Eso hasta que llega el domingo. El domingo es diferente desde el principio, pareciera que el cielo brillara más en la mañana, que el aire oliera distinto.  Uno almuerza con otras ganas, prende la radio temprano para enterarse de los acontecimientos previos a la fiesta, lleva la cuenta del tiempo que falta para empezar el partido. Ese día no hay grises, eso es lo que lo hace diferente. Todo brilla con otra intensidad,  no hay acontecimiento, por nimio que sea, que no parezca presagiar la tragedia o la gloria. Finalmente llega la hora de partir en procesión hacia el templo, dejando todo atrás, entrando en un mundo en el que la piel y el corazón mandan, en el  que no hay lugar para la burocracia del pensamiento ordenado y el cálculo.

Como siempre tiene que venir un ladrón hijo de puta a robarnos, el penal que no nos cobra no tiene nombre, y después para rematarla nos deja con diez. Habría que matar a ese hijo de mil putas. No puede ser que te roben así un partido. Y todavía hay que aguantar a esos muertos, no entienden que fueron, son y serán hijos nuestros eternamente. ¡Muertos!,¡Gallinas! ¡Hijos! ¿Que se piensan estos, que van a gozarnos así nomás? ¿Que se piensan, que se la van a llevar de arriba? ¡A darles, a darles! ¡Así, a ese que cayó, dénle en el piso! El monstruo se agita y sacude su rabia golpeando a su paso todo lo que tenga los colores enemigos. No importa quien sea, no importa nada, el orgullo herido debe ser restaurado.Sé que el que recibe el cascotazo en la cabeza es un padre, un hijo, tal vez un vecino que me cruzo todos los días. Lo sé y no me importa, ahora no es nadie, es sólo un degenerado, un ser obsceno sin derechos, una basura que es purificada  con cada patada que se incrusta en sus costillas mientras no puedo parar de putearlo.

viernes, 18 de febrero de 2011

Pecados capitales: la pereza

Hoy me levanté con ganas de tomar un helado. Me dije que si el quiosco no quedara tan lejos iría a comprame un vasito. En lugar de eso me comí un pan con manteca y tomé un café.
Vino Andrea a llevarse las cosas que le quedaban. Le tenía todo pronto en una caja sobre la mesa del comedor. Al despedirnos se me quedó mirando unos segundos, mientras yo pensaba que me estaba perdiendo el partido entre el Manchester y el Milan.
Estaba comprando papas en el puesto de don Cosme cuando un griterío que venía de enfrente nos llamó la atención. Dos muchachotes golpeaban a un viejito para robarle un bolso. En pocos segundos lo tiraron al piso y salieron corriendo con el botín. Algunas personas se acercaron a ayudarlo. Comentamos que horrible estaba todo, que ya no se podía ni salir a la calle; terminé mi compra y me fui.
Hoy el jefe nos convocó para una reunión. Nos dijo que la dirección estaba preocupada por los últimos resultados, que el rendimiento del grupo había bajado mucho en el último año. Comenzó el debate, mis compañeros tiraron propuestas sobre la mesa, se discutió el cómo y el porqué. Disimuladamente, yo miraba la hora.
Sigo con el dolor en el brazo, debería ir a hacerme ver pero la perspectiva de estar dos horas sentado en una sala de espera hace que esta idea desaparezca rápidamente de mi cabeza. Me apronto el mate y prendo la tele.
Al sacar la basura me encontré con la vecina del 4.  Me dijo que pensaba denunciar al del 3 porque ya no soportaba más escuchar cómo le pegaba a la mujer. Me preguntó si yo quería salir de testigo. Pensé en mí mismo sentado en la sala de espera de una comisaría sin aire acondicionado, pensé en el vecino del tres, con quien me cruzaba todos los días cuando nos íbamos a trabajar.
-Lo siento-dije- yo nunca escuché nada. 
Ella empezó a decir algo pero yo ya la había dejado atrás.
Me llamaron por teléfono, era mi hermano para decirme que mamá había muerto. Tuve que levantarme. Pese a todo, tengo tres días de licencia pagos.

domingo, 30 de enero de 2011

Elogio del aburrimiento

Aburrimiento, motor de la imaginación, semilla del cambio, génesis de lo nuevo, espuela del progreso, hormiga en el culo de la autocomplacencia. Te detesto, aburrimiento, detesto tu presencia más que la de una manada de zorrillos, cuando olfateo tu presencia se me erizan los pelos de la nuca, mis manos sudan, mis dientes crujen, quiero correr y alejarme todo lo que pueda de tu singular perímetro. Mi mayor deseo sería poder rascarme tranquilamente las axilas, con movimientos maquinales, lentos, y después olerme los dedos con una sonrisa de satisfacción. Sin embargo, mi aspiración se ve frustrada por la aparición de esta alimaña infame, bicho carroñero agazapado esperando el momento para lanzarse contra los tiernos miembros indefensos de mi modesta felicidad. Y aun así, nefasto aburrimiento, aun en medio de este odio visceral que me domina al contemplarte, aun así no puedo dejar de admirar tu tenacidad, por lejos mayor que la del diamante. Te odio, aburrimiento, y te invoco también, para que acudas a desbrozar mi alma de la mugre del conformismo burgués. No puedo olvidar que la chispa que encendió la rebelión inmensa de Lucifer fue el tedio producido por los eternos conciertos de arpa en las tardes del paraíso. No fue la envidia, no, ni tampoco la ambición lo que movió al príncipe de los ángeles a la traición , fue un soberano aburrimiento. Nadie ignora cuánto te debe el arte, tedio maldito, jamás podrá la humanidad pagar la deuda generada contigo en ese rubro (creo que el viejo borrachín Baudelaire concordaría conmigo). Conocida es tu tendencia a carcomer inadvertidamente el amor, comenzando por el borde hasta deglutirlo completamente, a ese amor que todo lo puede, a ese amor que cantan los poetas, a ese amor que según dicen mueve montañas. Ese mismo es el que suele inclinar su testa ante la presión de tu bota impiadosa. Todos se admiran de la pasión de Romeo y Julieta. Eso es porque no tuviste tiempo de actuar. Esos mismos se hubieran admirado, suponiendo que  la pareja hubiera sobrevivido, si se la hubieran cruzado en su camino digamos veinte años después, de la obra que tu influjo habría realizado con esa pasión.Y sin embargo, aburrimiento, nadie te canta, ni te escribe versos arrebatados. Creo que son injustos contigo, aunque sé que no te interesan los insignificantes homenajes de la humanidad. No importa, igual te rindo tributo, perdido en el movimiento circular que me impone tu voluntad, hundido, ciego, sin poder moverme, desesperado, sé que tu sabiduría me empuja hacia alguna parte. Cima, abismo, oasis, desierto, no importa, importa el movimiento que me imponen tus vientos y tus olas, importa saber que lo que viene se va, y que siempre hay un horizonte al cual mirar más allá de tu negrura.

martes, 25 de enero de 2011

Monólogo bajo la cama

Lo peor no es el miedo, ni el ridículo, ni siquiera el frío de las baldosas.Lo peor es que me pica la espalda. Me pica en una forma insoportable, tanto que tengo que apretar los dientes y los ojos para no moverme. No quiero moverme, la parrilla de la cama me roza la espalda; podría, con un movimiento de vaivén contra las tablas, aliviar la picazón. Pero no quiero moverme, capaz que justo en ese momento mira para acá y se da cuenta. Mejor pienso en otra cosa, en la suba del boleto, no sé. Me pongo a contar para tranquilizarme, eso siempre da resultado. Uno, dos , tres, inspiro, expiro... Que día difícil dios mío, ya arranqué mal hoy llegando tarde al laburo, y todo el mundo malhumorado, después el quilombo con el taller y ahora esto. ¿De qué se olvidó? Y la muy estúpida se pone a discutir en vez de dejarlo irse. Los muchachos me van a gastar de lo lindo cuando les cuente. De sólo pensarlo me dan ganas de reirme mpfff, tengo que aguantarme veintisiete, veintiocho... ¿Qué zapatos busca ahora? ¿No serán estos? La puta madre, a ver a ver, los empujo de a poquito, así, así, afuera, ahi está, cuarenta y tres... Ya cuando me dijo que el marido tenía un revólver tenía que haber pensado mejor la cosa, pero como siempre termino pensando con la de abajo y acá estoy la puta madre ¿será una pulga? no aguanto más sesenta y cinco sesenta y seis. ¿Y ahora? Se ponen cariñosos, si será puta sabiendo que estoy acá ahora me tengo que quedar quietito y espero que aguante esa parrilla el guampa debe andar por los cien quilos ciento doce ciento trece ciento catorce... ¿ya está? con razón tu mujer sale a buscar afuera bueno ahora sí vestite rapidito. Y ahora lo que me faltaba, estas ganas de estornudar, por acá no ha pasado una aspiradora en años... ciento treinta y uno ciento treint...a... y ...ddd.... ¡¡A correr!!!!

jueves, 20 de enero de 2011

Descubrimientos

Carla se bajó del taxi en la silenciosa noche, algunas cuadras antes de llegar al apartamento. Quería sentir en la piel el roce de la oscuridad, impregnarse del sosiego de la brisa nocturna; quería sentirse mecida por el sonido de sus propios pasos, recuperar la orientación desde ese lugar de penumbra y silencio. Quería volver de alguna forma a reconstruirse, a ser la doctora Estévez, a pensar en el trabajo, en los perros, en la peluquería, en la humedad de la pared del baño, en el casamiento que la esperaba en tan sólo diez días, en su futuro marido, tan dulce, predecible, inocuo. Y así llegaba al otro punto del porqué del retorno diferido, de la caminata inútil: quería evitar la llegada de la culpa. Temía enfrentarse a la mueca burlona de la culpa, a su gesto de recibimiento dibujado en los botones del ascensor, en la cerradura, en los muebles del living, en la cara de Carlos saludándola con gesto descafeinado. Temía a la culpa, sí, y además temía al olvido; temía que se le borraran de la piel las caricias libertadoras, que se perdieran, ahogadas por la culpa, las sensaciones inéditas de aquella noche, el clamor de la carne, la caída en el abismo infinito e inesperado, los descubrimientos obscenos y felices, quizás tardíos para una mujer de 27 años, pero no por eso menos avasallantes, escandalosos, contundentes.


Diego arrancó sin decidirse aún a borrar la sonrisa socarrona que se le había instalado al mirar la cara de la pasajera al bajarse. “Qué cara de vicio, nena, se ve que tuviste una noche agitada”. Aceleró y miró hacia el cielo de febrero, jactancioso y profundo. “Va a hacer calor”, pensó, lo cual no lo alegró ni mucho ni poco. Los días de vacaciones habían pasado para él, ahora tendría que esperar hasta Semana Santa para tener un descanso. Su turno estaba por terminar, además del reloj se lo decía el cuerpo. Pensó en la ducha tibia que lo esperaba, en el vaso de whisky, en el sueño reparador.
De pronto, salida aparentemente de la nada, una sombra se precipitó contra el parabrisas, golpeó contra el indefenso vidrio astillándolo, rodó y desapareció por un costado. Se afirmó en los frenos aún sin entender qué pasaba; el coche gimió, se arrastró unos metros, se sacudió y finalmente se detuvo. Las manos le temblaban incontrolablemente. Miró el espejo pero no vio nada más que las fauces de la noche detrás de él. Se bajó del taxi y entonces sí pudo ver el bulto atravesado en el asfalto, a unos quince metros, debatiéndose débilmente. Corrió hacia él a la par de la angustia que lo ganaba. El hombre se quejaba apenas, la cara irreconocible por la sangre que la cubría. Uno de los brazos se doblaba improbable bajo su cuerpo, como si fuera de trapo. Diego lo miró horrorizado, miró alrededor esperando quizás una explicación, un grito, algo que lo arrancara del desconcierto y el terror. Acercó su cara a la del otro, al gesto crispado de dolor, a la sangre más oscura que la noche, a esa sangre que se desparramaba plácidamente mezclándose con el miedo. Quiso decir algo pero no pudo, no supo. Se incorporó; tenía que pedir ayuda. Corrió hacia el taxi sin darse cuenta, sin darse cuenta puso primera y aceleró. Podía haber llamado una ambulancia, o al 911, anónimamente, sin comprometerse. No lo hizo, el hombre malherido quedó abandonado sobre el pavimento. Manejó sin saber a dónde iba, sin poder pensar en lo que hacía. En un momento reconoció su calle. Paró frente a su casa y bajó, aún temblando. Entró y sintió un alivio infinito al comprobar que todos dormían. Se sirvió un vaso de whisky, derramando un poco por los nervios. El sudor le impregnaba el cuerpo, el contacto pegajoso le hizo pensar en aquel otro cuerpo que agonizaba a unos quilómetros de distancia. Estremecido, fue al baño a mojarse. Hundió la cara en el agua redentora, levantó la cabeza, se enfrentó a su imagen reflejada en el espejo.
Viéndose así, como lo había hecho tantas veces, cada mañana y cada noche desde que tenía memoria, viendo su mirada retornando desde la superficie del espejo, tuvo la sensación de que se veía por primera vez, de que por primera vez veía su rostro desnudo, despojado de las máscaras creadas por las suposiciones sobre sí mismo que había adquirido a lo largo de los años. No vio al buen padre de familia, no distinguió en esa mirada al tipo que se llevaba la vida por delante, al que sabía vivir la vida, al que juzgaba sin remordimientos, al que decidía, al que pensaba que nadie tenía nada que reprocharle. En cambio el reflejo acusador le endosó la imagen cruda de un cobarde, de un pequeño hombre en el preciso momento de enfrentarse al horror de su alma desnuda, mostrándosele procaz, abriéndose sin reparos a su reconocimiento dolorido.

martes, 18 de enero de 2011

La metamorfosis (frustrada).

Gregorio Samsa se despertó una mañana después de una noche de sueño intranquilo. Después de abrir los ojos se miró las manos y tanteó, aún confuso, el resto de su cuerpo.Presa de un horrible presentimiento se tiró de la cama y corrió hacia el espejo más cercano. Se miró y vio que no se había convertido en un insecto; no tenía quijadas en forma de pinza, ni caparazón, ni antenas, ni ojos compuestos . Decepcionado, caminó hacia la cama y volvió a acostarse.

Las piernas más valiosas.

Patty Dior tenía las piernas más hermosas del mundo según todas las revistas especializadas en piernas de modelos y actrices. Su representante le recomendó que se las asegurara de forma de estar protegida contra accidentes. La empresa de seguros le hizo una póliza de un millón de dólares, imponiéndole a Patty una pequeña condición.Ahora Patty guarda sus piernas en la bóveda de un banco bajo llave y cuando tiene un desfile o un evento se las coloca con unos preciosos tornillos de platino especialmente diseñados para tal fin.