miércoles, 2 de marzo de 2011

Pecados capitales: la ira

Resuenan los cantos en el aire. Cantos de amor  y de guerra flotando en el viento, elevándose viriles en la tarde de domingo, haciendo flamear los trapos en los balcones. Hoy es día de fiesta, los devotos de la causa nos reunimos, compartimos nuestro fervor, comulgamos sobre los escalones de cemento. Marchamos cobijados por los colores sagrados que vibran en las banderas, en las camisetas, en la piel, en la sangre. Innumerables nos movemos, multitud vuelta un solo ser pavoroso que se extiende y repta hasta envolver al estadio en un abrazo ansioso.
También están los enemigos, intolerable presencia que debe ser aplastada, aunque hay que reconocer que sin ellos no seríamos lo que somos; pese a la blasfemia de su existencia cumplen un fin necesario: el de demostrar, por contraste, que somos los mejores, los más grandes, los más hombres.
Existe además  la otra parte de la vida, esa parte que se puede definir en unas pocas palabras: necesaria, cotidiana, ordinaria. Tengo que trabajar, tengo que pagar mis cuentas, tengo que cumplirle a mi mujer, que alimentar y vestir a mis hijos. Tengo que ser tan ambicioso y tan rapaz como se considere necesario, como la situación lo requiera. Eso hasta que llega el domingo. El domingo es diferente desde el principio, pareciera que el cielo brillara más en la mañana, que el aire oliera distinto.  Uno almuerza con otras ganas, prende la radio temprano para enterarse de los acontecimientos previos a la fiesta, lleva la cuenta del tiempo que falta para empezar el partido. Ese día no hay grises, eso es lo que lo hace diferente. Todo brilla con otra intensidad,  no hay acontecimiento, por nimio que sea, que no parezca presagiar la tragedia o la gloria. Finalmente llega la hora de partir en procesión hacia el templo, dejando todo atrás, entrando en un mundo en el que la piel y el corazón mandan, en el  que no hay lugar para la burocracia del pensamiento ordenado y el cálculo.

Como siempre tiene que venir un ladrón hijo de puta a robarnos, el penal que no nos cobra no tiene nombre, y después para rematarla nos deja con diez. Habría que matar a ese hijo de mil putas. No puede ser que te roben así un partido. Y todavía hay que aguantar a esos muertos, no entienden que fueron, son y serán hijos nuestros eternamente. ¡Muertos!,¡Gallinas! ¡Hijos! ¿Que se piensan estos, que van a gozarnos así nomás? ¿Que se piensan, que se la van a llevar de arriba? ¡A darles, a darles! ¡Así, a ese que cayó, dénle en el piso! El monstruo se agita y sacude su rabia golpeando a su paso todo lo que tenga los colores enemigos. No importa quien sea, no importa nada, el orgullo herido debe ser restaurado.Sé que el que recibe el cascotazo en la cabeza es un padre, un hijo, tal vez un vecino que me cruzo todos los días. Lo sé y no me importa, ahora no es nadie, es sólo un degenerado, un ser obsceno sin derechos, una basura que es purificada  con cada patada que se incrusta en sus costillas mientras no puedo parar de putearlo.