domingo, 30 de enero de 2011

Elogio del aburrimiento

Aburrimiento, motor de la imaginación, semilla del cambio, génesis de lo nuevo, espuela del progreso, hormiga en el culo de la autocomplacencia. Te detesto, aburrimiento, detesto tu presencia más que la de una manada de zorrillos, cuando olfateo tu presencia se me erizan los pelos de la nuca, mis manos sudan, mis dientes crujen, quiero correr y alejarme todo lo que pueda de tu singular perímetro. Mi mayor deseo sería poder rascarme tranquilamente las axilas, con movimientos maquinales, lentos, y después olerme los dedos con una sonrisa de satisfacción. Sin embargo, mi aspiración se ve frustrada por la aparición de esta alimaña infame, bicho carroñero agazapado esperando el momento para lanzarse contra los tiernos miembros indefensos de mi modesta felicidad. Y aun así, nefasto aburrimiento, aun en medio de este odio visceral que me domina al contemplarte, aun así no puedo dejar de admirar tu tenacidad, por lejos mayor que la del diamante. Te odio, aburrimiento, y te invoco también, para que acudas a desbrozar mi alma de la mugre del conformismo burgués. No puedo olvidar que la chispa que encendió la rebelión inmensa de Lucifer fue el tedio producido por los eternos conciertos de arpa en las tardes del paraíso. No fue la envidia, no, ni tampoco la ambición lo que movió al príncipe de los ángeles a la traición , fue un soberano aburrimiento. Nadie ignora cuánto te debe el arte, tedio maldito, jamás podrá la humanidad pagar la deuda generada contigo en ese rubro (creo que el viejo borrachín Baudelaire concordaría conmigo). Conocida es tu tendencia a carcomer inadvertidamente el amor, comenzando por el borde hasta deglutirlo completamente, a ese amor que todo lo puede, a ese amor que cantan los poetas, a ese amor que según dicen mueve montañas. Ese mismo es el que suele inclinar su testa ante la presión de tu bota impiadosa. Todos se admiran de la pasión de Romeo y Julieta. Eso es porque no tuviste tiempo de actuar. Esos mismos se hubieran admirado, suponiendo que  la pareja hubiera sobrevivido, si se la hubieran cruzado en su camino digamos veinte años después, de la obra que tu influjo habría realizado con esa pasión.Y sin embargo, aburrimiento, nadie te canta, ni te escribe versos arrebatados. Creo que son injustos contigo, aunque sé que no te interesan los insignificantes homenajes de la humanidad. No importa, igual te rindo tributo, perdido en el movimiento circular que me impone tu voluntad, hundido, ciego, sin poder moverme, desesperado, sé que tu sabiduría me empuja hacia alguna parte. Cima, abismo, oasis, desierto, no importa, importa el movimiento que me imponen tus vientos y tus olas, importa saber que lo que viene se va, y que siempre hay un horizonte al cual mirar más allá de tu negrura.

martes, 25 de enero de 2011

Monólogo bajo la cama

Lo peor no es el miedo, ni el ridículo, ni siquiera el frío de las baldosas.Lo peor es que me pica la espalda. Me pica en una forma insoportable, tanto que tengo que apretar los dientes y los ojos para no moverme. No quiero moverme, la parrilla de la cama me roza la espalda; podría, con un movimiento de vaivén contra las tablas, aliviar la picazón. Pero no quiero moverme, capaz que justo en ese momento mira para acá y se da cuenta. Mejor pienso en otra cosa, en la suba del boleto, no sé. Me pongo a contar para tranquilizarme, eso siempre da resultado. Uno, dos , tres, inspiro, expiro... Que día difícil dios mío, ya arranqué mal hoy llegando tarde al laburo, y todo el mundo malhumorado, después el quilombo con el taller y ahora esto. ¿De qué se olvidó? Y la muy estúpida se pone a discutir en vez de dejarlo irse. Los muchachos me van a gastar de lo lindo cuando les cuente. De sólo pensarlo me dan ganas de reirme mpfff, tengo que aguantarme veintisiete, veintiocho... ¿Qué zapatos busca ahora? ¿No serán estos? La puta madre, a ver a ver, los empujo de a poquito, así, así, afuera, ahi está, cuarenta y tres... Ya cuando me dijo que el marido tenía un revólver tenía que haber pensado mejor la cosa, pero como siempre termino pensando con la de abajo y acá estoy la puta madre ¿será una pulga? no aguanto más sesenta y cinco sesenta y seis. ¿Y ahora? Se ponen cariñosos, si será puta sabiendo que estoy acá ahora me tengo que quedar quietito y espero que aguante esa parrilla el guampa debe andar por los cien quilos ciento doce ciento trece ciento catorce... ¿ya está? con razón tu mujer sale a buscar afuera bueno ahora sí vestite rapidito. Y ahora lo que me faltaba, estas ganas de estornudar, por acá no ha pasado una aspiradora en años... ciento treinta y uno ciento treint...a... y ...ddd.... ¡¡A correr!!!!

jueves, 20 de enero de 2011

Descubrimientos

Carla se bajó del taxi en la silenciosa noche, algunas cuadras antes de llegar al apartamento. Quería sentir en la piel el roce de la oscuridad, impregnarse del sosiego de la brisa nocturna; quería sentirse mecida por el sonido de sus propios pasos, recuperar la orientación desde ese lugar de penumbra y silencio. Quería volver de alguna forma a reconstruirse, a ser la doctora Estévez, a pensar en el trabajo, en los perros, en la peluquería, en la humedad de la pared del baño, en el casamiento que la esperaba en tan sólo diez días, en su futuro marido, tan dulce, predecible, inocuo. Y así llegaba al otro punto del porqué del retorno diferido, de la caminata inútil: quería evitar la llegada de la culpa. Temía enfrentarse a la mueca burlona de la culpa, a su gesto de recibimiento dibujado en los botones del ascensor, en la cerradura, en los muebles del living, en la cara de Carlos saludándola con gesto descafeinado. Temía a la culpa, sí, y además temía al olvido; temía que se le borraran de la piel las caricias libertadoras, que se perdieran, ahogadas por la culpa, las sensaciones inéditas de aquella noche, el clamor de la carne, la caída en el abismo infinito e inesperado, los descubrimientos obscenos y felices, quizás tardíos para una mujer de 27 años, pero no por eso menos avasallantes, escandalosos, contundentes.


Diego arrancó sin decidirse aún a borrar la sonrisa socarrona que se le había instalado al mirar la cara de la pasajera al bajarse. “Qué cara de vicio, nena, se ve que tuviste una noche agitada”. Aceleró y miró hacia el cielo de febrero, jactancioso y profundo. “Va a hacer calor”, pensó, lo cual no lo alegró ni mucho ni poco. Los días de vacaciones habían pasado para él, ahora tendría que esperar hasta Semana Santa para tener un descanso. Su turno estaba por terminar, además del reloj se lo decía el cuerpo. Pensó en la ducha tibia que lo esperaba, en el vaso de whisky, en el sueño reparador.
De pronto, salida aparentemente de la nada, una sombra se precipitó contra el parabrisas, golpeó contra el indefenso vidrio astillándolo, rodó y desapareció por un costado. Se afirmó en los frenos aún sin entender qué pasaba; el coche gimió, se arrastró unos metros, se sacudió y finalmente se detuvo. Las manos le temblaban incontrolablemente. Miró el espejo pero no vio nada más que las fauces de la noche detrás de él. Se bajó del taxi y entonces sí pudo ver el bulto atravesado en el asfalto, a unos quince metros, debatiéndose débilmente. Corrió hacia él a la par de la angustia que lo ganaba. El hombre se quejaba apenas, la cara irreconocible por la sangre que la cubría. Uno de los brazos se doblaba improbable bajo su cuerpo, como si fuera de trapo. Diego lo miró horrorizado, miró alrededor esperando quizás una explicación, un grito, algo que lo arrancara del desconcierto y el terror. Acercó su cara a la del otro, al gesto crispado de dolor, a la sangre más oscura que la noche, a esa sangre que se desparramaba plácidamente mezclándose con el miedo. Quiso decir algo pero no pudo, no supo. Se incorporó; tenía que pedir ayuda. Corrió hacia el taxi sin darse cuenta, sin darse cuenta puso primera y aceleró. Podía haber llamado una ambulancia, o al 911, anónimamente, sin comprometerse. No lo hizo, el hombre malherido quedó abandonado sobre el pavimento. Manejó sin saber a dónde iba, sin poder pensar en lo que hacía. En un momento reconoció su calle. Paró frente a su casa y bajó, aún temblando. Entró y sintió un alivio infinito al comprobar que todos dormían. Se sirvió un vaso de whisky, derramando un poco por los nervios. El sudor le impregnaba el cuerpo, el contacto pegajoso le hizo pensar en aquel otro cuerpo que agonizaba a unos quilómetros de distancia. Estremecido, fue al baño a mojarse. Hundió la cara en el agua redentora, levantó la cabeza, se enfrentó a su imagen reflejada en el espejo.
Viéndose así, como lo había hecho tantas veces, cada mañana y cada noche desde que tenía memoria, viendo su mirada retornando desde la superficie del espejo, tuvo la sensación de que se veía por primera vez, de que por primera vez veía su rostro desnudo, despojado de las máscaras creadas por las suposiciones sobre sí mismo que había adquirido a lo largo de los años. No vio al buen padre de familia, no distinguió en esa mirada al tipo que se llevaba la vida por delante, al que sabía vivir la vida, al que juzgaba sin remordimientos, al que decidía, al que pensaba que nadie tenía nada que reprocharle. En cambio el reflejo acusador le endosó la imagen cruda de un cobarde, de un pequeño hombre en el preciso momento de enfrentarse al horror de su alma desnuda, mostrándosele procaz, abriéndose sin reparos a su reconocimiento dolorido.

martes, 18 de enero de 2011

La metamorfosis (frustrada).

Gregorio Samsa se despertó una mañana después de una noche de sueño intranquilo. Después de abrir los ojos se miró las manos y tanteó, aún confuso, el resto de su cuerpo.Presa de un horrible presentimiento se tiró de la cama y corrió hacia el espejo más cercano. Se miró y vio que no se había convertido en un insecto; no tenía quijadas en forma de pinza, ni caparazón, ni antenas, ni ojos compuestos . Decepcionado, caminó hacia la cama y volvió a acostarse.

Las piernas más valiosas.

Patty Dior tenía las piernas más hermosas del mundo según todas las revistas especializadas en piernas de modelos y actrices. Su representante le recomendó que se las asegurara de forma de estar protegida contra accidentes. La empresa de seguros le hizo una póliza de un millón de dólares, imponiéndole a Patty una pequeña condición.Ahora Patty guarda sus piernas en la bóveda de un banco bajo llave y cuando tiene un desfile o un evento se las coloca con unos preciosos tornillos de platino especialmente diseñados para tal fin.