viernes, 26 de marzo de 2010

La venganza

Querida esposa:
Cuando leas esta carta yo voy a estar muy lejos, y no creo que volvamos a vernos jamás; por lo menos esa es mi intención. Lamento tener que despedirme de esta manera pero me parece lo mejor dadas las circunstancias. Pienso que no tendría el aplomo suficiente para decirte cara a cara todo lo que tengo guardado, éste es un medio más apropiado. A esta altura, como sos una mujer inteligente, ya debés intuir que sé lo que pasa entre vos y Miguel. No sólo eso sino que lo vi con mis propios ojos. Hace ya más de un año de eso, y te puedo asegurar que he llevado la cuenta día tras día, esperando este momento. No sé que pasará de acá para adelante, qué cosas me tocarán vivir en lo que me quede de vida, lo que te puedo asegurar es que pase lo que pase, jamás, jamás podré olvidar lo que sentí aquella tarde. Era un miércoles, yo tenía una importante reunión con un cliente fuera de mi horario de trabajo. Sin embargo pocos minutos antes de que empezara la reunión recibí una llamada cancelándola. Por lo tanto volví a casa antes de lo previsto. Era un día gris y pesado, y al llegar empezó a llover, una lluvia plomiza y violenta, rabiosamente zarandeada por un viento arremolinado. Entré corriendo a la casa, ya empapado, y al llegar al living me encontré con la sorpresa de ropas varias desparramadas por el piso y el sofá. En la mesa dos copas de vino a medio llenar me golpearon como centinelas al encontrar a un intruso en el perímetro bajo su custodia. Debí gritar en ese momento, debí hacerlo y todo hubiera seguido un curso diferente. Sin embargo no fué eso lo que hice. Caminé instintivamente hacia el cuarto, con un presentimiento atravesado entre la garganta y el pecho. Antes de llegar a la puerta sentí los ruidos inequívocos, probatorios, rotundos. Me asomé y te vi arrodillada, cabalgando con tu cuerpo desnudo y transpirado el de Miguel. Durante un tiempo cuya duración no puedo determinar, pero que debió ser breve, quedé paralizado y confuso, sin entender, o sin querer entender,lo que estaba pasando delante mío. Después vino la ira, las ganas de abalanzarme y destrozarlos a golpes, de tirarlos al piso y patearlos hasta la extenuación, hasta lavar con la sangre desparramada mi verguenza y mi dolor. Cuando recuperé la conciencia las gotas de lluvia se mezclaban en mi cara con las lágrimas que me salían a borbotones. ¿Porqué no los había matado ahí mismo, qué fuerza superior a mi voluntad me hizo salir de aquella casa silenciosamente, como si yo fuera el intruso y estuviera huyendo para no ser encontrado en falta? Nunca encontré respuesta a estas preguntas, lo cierto es que me subí al auto y manejé sin rumbo fijo intentando calmarme o quizás esperando que todo fuera un pesadilla de la que despertaría en cualquier momento. Después de unas horas logré tranquilizarme y me armé de valor para llamarte. Escuchar tu voz fué como recibir una escupida en la cara. Te dije que imprevistamente las negociaciones se habían complicado y que mi regreso iba a demorarse hasta muy tarde en la noche.
Entré a un bar y tuve la tentación de emborracharme hasta morir. Pero no era justo, no era justo que además de sufrir la traición me dejara destruir por la traición. Me propuse hacerlos pagar, hacerlos arrepentirse, hacerlos odiar el día en que se habían conocido. No se me ocurría la forma, pensé en mil cosas, en matarlos, mutilarlos, humillarlos, nada me parecía suficiente. Después pensé en mi parte de culpa en el asunto, en algo había fallado, sin dudas yo había formado parte de alguna forma en mi propia humillación. Esa noche supe, como nunca antes había sabido, que significa eso que los hombres llaman sed de venganza. Antes del amanecer ya todo estaba decidido. No pienso aburrirte con los detalles de todo lo ocurrido desde entonces: mi sufrimiento, mi asco al tocarte, mi paciencia, mi fe desesperada en la venganza, mis ganas de morir ante tus mentiras y las de mi supuesto amigo, mi flamante promiscuidad, mi búsqueda de sexo con la primer sucia que se cruzara en mi camino...
En fin, creo que ya es hora de terminar con este teatro, las cartas están echadas, es tiempo de decirles bienvenidos al infierno, ya no soporto estar sólo en el. Debo decirte que esta misma mañana retiré toda la plata de nuestra cuenta del banco, y además, en caso de que no me creas, adjunto a esta carta una copia de mi análisis positivo de HIV, fresquito del mes pasado. Mi venganza está consumada: bienvenidos al club del SIDA, y adiós.

lunes, 22 de marzo de 2010

La pecera

El tipo estaba ahí parado, en una esquina anónima de una ciudad desconocida de un país extraño. Llevaba un bolso atravesado en bandolera, un teléfono celular descompuesto en una mano y una bolsa conteniendo agua y un pececito rojo en la otra. Miró el teléfono con un gesto de resignación y se lo guardó en el bolsillo de la campera. Caminó de cara al decreciente sol escuchando los abruptos sonidos que ocasionalmente dejaba caer algún transeúnte.
-Puto idioma-se dijo, mientras miraba a una estatua viviente que posaba muda entre los ruidos amontonados de la tarde , inmune a la glaciar indiferencia de la gente. Se quedó unos segundos mirando los movimientos robotizados, tratando de medir el grado de alienación del momento, el suyo, el del artista, el del mundo. Dejó una moneda y siguió caminando. Sentía el balanceo del agua más allá de sus dedos, le parecía sentir que el pez aumentaba de peso cada segundo, alimentado tal vez por su impaciencia. Al llegar a la siguiente esquina se paró frente al infaltable, pulcro y discreto tacho de basura de todas las esquinas. Se paró frente a él al tiempo que levantaba la bolsa.Giró la cabeza para comprobar si alguien lo miraba. levantó la tapa y la bolsa cayó con ruido a papeles viejos. El pez lo miró sentencioso.


Después de una hora de caminar sin rumbo fijo se encontró frente a un edificio oxidado y triste. Reconoció la palabra accommodation y entró. Por dentro era más deprimente aún, con paredes donde se superponían restos de pintura descascarada, telas de araña y humedades. Dejó el bolso en la habitación y salió otra vez a la calle. Al rato vovió con una botella de vodka y un balde.
Se tiró en la cama sin desvestirse y tomó un trago largo, disfrutando el calor áspero en la garganta.


Despertó empapado de oscuridad, sintiendo en el flanco la dureza de la botella vacía. Caminó a tientas, escuchando de pronto el ruido de su pecho golpeando contra el filo de la bañera, sintiendo el crujido en la rodilla, mojándose la cara con el agua derramada. Como pudo se paró y tanteando encontró la llave de la luz. El dolor apenas lo dejaba respirar. El balde sollozante había parado de rodar. A pocos pasos, un espasmo rojo se iba aquietando. Tomó al pez por la cola y lo puso en el balde, llenándolo de agua hasta la mitad. Se sintió observado mientras orinaba, se sintió observado al volver a la cama. Se durmió a pesar del dolor, imaginando la mirada inmóvil, la boca abierta, el batir silencioso de las aletas.


Como pudo se hizo entender por el recepcionista, ayudado por el gesto universal de desplegar un billete verde frente a su cara para facilitar las cosas. Estuvo en el teléfono unos cinco minutos; mientras hablaba veía a través de las ventanas sucias el vaivén de la ciudad, ruidoso, monótono, nervioso. Colgó y volvió a su habitación, caminando con dificultad. No le llevó mucho tiempo dejar el bolso pronto. Al entrar al baño se topó con la negra silueta del balde reposando en el piso. Se asomó contemplando la basurita roja que flotaba contra el fondo negro. Metió un dedo presionando un poco contra el escurridizo cuerpo, que escapó por un costado. Se quedó mirándolo unos segundos. Volvió a juntar sus cosas. Se cruzó la correa del bolso dejándolo recostado contra la cadera, mientras miraba alrededor para ver si se había olvidado de algo. Abrió la puerta y cruzó el umbral. Entoces paró, giró ciento ochenta grados y volvió a entrar al baño. Vació el balde en el inodoro y tiró de la cadena. Vió formarse y desaparecer el breve remolino, caminó hacia la puerta y se fue sin mirar atrás.