lunes, 16 de agosto de 2010

Marilyn

Te gusta entrar y zambullirte en la cama sin desarmar la valija, incluso sin sacarte los zapatos. Te gusta sentir la libertad esparciéndose por tu cuerpo, mientras brindás con Concha y Toro frente al espejo. Disfrutás de cada momento intensamente desde que el avión empieza a carretear, en realidad desde antes, desde que salís rumbo al aeropuerto dejando atrás las frases remanidas de tu esposa y tus hijos deseándote buen viaje. Un fin de semana cada quince días, cuando partís en "viaje de negocios", te sentís revivir, dejás tus máscaras de lado o mejor dicho las dejás al otro lado del río. No es que no te guste tu vida, no, te gusta y mucho controlar cada movimiento, calcular causa y consecuencia, sopesar pros y contras, manipular, hacer, deshacer. Te gusta atravesar con paso decidido el espacio saturado de admiración, respeto o temor por tu causa.Te gusta ser un hombre hecho y derecho, reconocido, aclamado como un arquetipo del capitalista exitoso. Te gusta sobre todo tener dinero y poder. Lo disfrutás, sí señor, es por lo que has luchado, lo que te ganaste centímetro a centímetro, dólar por dólar, sin escatimar medios y sin amilanarte ante los obstáculos. Por supuesto que te gusta todo eso, te hace sentir como el rey de la selva, como un sobreviviente. Pero esto es distinto, es otra cosa, es salir a respirar cuando estabas a punto de asfixiarte, es renacer, es encontrarte contigo mismo. Cada quince días se repite el ritual. Llegás, te tirás en la cama, destapás la botella de vino, te disfrutás llanamente sin preocuparte por el tiempo perdido. Después hacés una llamada y empezás a prepararte. Abrís el placard y elegís la ropa, buscás el perfume, prendés un incienso y ponés música. Tus pies descalzos se mueven al compás y hasta te animás a canturrear un poco para calmar los nervios. Entonces empezás a vestirte, con esmero, con placer, sintiendo la tela deslizándose por tu cuerpo, sintiendo el despertar de la mujer que hay en vos al ver las medias de red cubrir tus piernas, sonriendo con picardía al espejo al maquillarte. Te sentís Marilyn cuando te ponés la peluca platinada, te enamorás de tu imagen, girás haciendo volar la falda blanca dejando entrever tus piernas. Sí, siempre quisiste parecerte a Marilyn, vestirte como ella, sentirte como ella.  Ajena al mundo, inalcanzable para quienes te conocen en tu falsa vida, para quienes te llaman licenciado y viven pendientes de tus decisiones, para tu familia que amás tanto y que por eso mismo no debe saber quién sos en realidad, esperás con la copa en la mano al muchacho que llegará en cualquier momento y bailará contigo, y te desnudará lentamente mientras te dice, Marilyn, que le gustás mucho.

jueves, 1 de julio de 2010

Principio de incertidumbre

La gota de sudor se arqueó temblando, se inclinó un instante indecisa, se asomó, se tambaleó y rodó por la frente, silenciosa como una sombra. La noche se partía de frío, sin embargo estaba empapada en sudor. Los dientes apretados hasta el dolor, los ojos a punto de salirse de las órbitas. Las manos temblorosas, pegajosas, crispadas.
La bola rodó enloquecida persiguiendo la suerte o la desgracia. El aire se tensó, el tiempo dejó de respirar.
Había vuelto a suceder, sintió el vómito crecer en la garganta. Se apoyó contra un muro decrépito boqueando. En el callejón,un mendigo dormía envuelto en harapos entre la basura. Lo miró y pensó en el infierno.
Rojo, negro, par, impar, primer docena, segunda o tercera, la suerte se jugaba en esas coordenadas, el triunfo o el fracaso, la felicidad o la miseria. El borracho, la niña bonita, la desgracia.Alguien reía escandalosamente en alguna parte.
Lo había perdido todo. El amor, la esperanza, el confort, el respeto, eran plenos que había acertado, eran fichas que había acumulado a lo largo de su vida y que había vuelto a apostar sabiendo que no tenía nada que ganar. Nada excepto la sensación indescriptible, el ansia inefable que golpeaba con ramalazos violentos cuando se escuchaba el ¡no va más! y la rueda giraba inexorable. La sensación de estar viva, de que eso se parecía más a la vida que todo lo demás, de que arrojarse al abismo del azar con los ojos cerrados tenía algo de incomprensible belleza. Sentada en un banco de plaza en la aterida noche pensó en la próxima vez, en la posibilidad del triunfo, en ese pleno que le daría la oportunidad de cruzar el umbral de lo desconocido, quizás para encontrar su verdadera vida, esa que la estaba esperando en alguna parte.

lunes, 24 de mayo de 2010

Segunda piel

No pudo dormir en toda la noche. Cerraba los ojos y se veía a sí mismo entrando a la cancha con las tribunas repletas, sintiendo el creciente rugido de la multitud a cada paso. Se daba vuelta en la cama y en la pared se veía a sí mismo colgándola en un ángulo, levantando los brazos para recibir la ovación que bajaba como una avalancha, besando la camiseta, esa camiseta que había amado y deseado desde siempre y que sentía como su segunda piel. La mañana lo sorprendió dibujando goles en su mente, hasta que los golpes en la puerta lo trajeron a la realidad. El padre entró y lo miró diciendo simplemente: levantate que llegamos tarde.


No pudo dormir en toda la noche. Se preguntaba una y otra vez porqué. Repasaba cada movimiento, cada pelota que había tocado. Se acordaba de la bronca cuando lo sacaron, de la cara del técnico diciendo gracias por venir y del infierno abriéndose bajo sus pies. Se acordaba del gesto de frustración de su padre y de sus palabras: ¡Esto no cambia más, el mismo acomodo de siempre! Esa fue la primera vez en su vida en que conoció plenamente el significado de la palabra decepción. Miró la foto mojada por sus lágrimas.Se miró con la camiseta que le habían dejado los reyes. Su primer camiseta, su segunda piel...


La noche había sido larga, se tiró en la cama sintiendo calambres en cada músculo del cuerpo. La cabeza se le arremolinaba impiadosamente, saltando de la mañana a la tarde, del viaje al estadio cruzando las calles embanderadas a la salida del túnel. Del rugido de la muchedumbre a los gritos del vestuario. De los abrazos interminables a los micrófonos y las cámaras. Del canto improvisado de agradecimiento, entonado por primera vez por la hinchada, a la imagen de la pelota golpeando la red. Dos veces. Primer clásico en primera y dos goles. Por último le llegó el recuerdo de la mirada de su padre después del partido, el abrazo y la puteada cariñosa, pero sobre todo la mirada, que no decía nada y lo decía todo.
Abrió el cajón de la mesa de luz y buscando entre las fotos y los recortes de diarios y revistas encontró lo que buscaba. Ahí estaba la foto, con la seca sombra de las lágrimas cruzándola como una cicatriz. Ahí estaba él con su primer camiseta, esa que había amado, esa que era como su segunda piel.Ahora jugaba para el enemigo. Nadie podía ver esa foto ahora. La rompió en pedazos y la tiró. Volvió a tirarse en la cama. Le dolía todo el cuerpo, y un sabor agridulce le llenaba la boca.

lunes, 10 de mayo de 2010

Poniendo la casa en orden

A partir de hoy publico en este blog solamente mis sublimes creaciones literarias. El resto de las entradas, dedicadas a mis autores favoritos, las voy a mudar a http://nocomaspollo.blogspot.com/

martes, 4 de mayo de 2010

Renacimiento

Justo él que había sido guapo entre los guapos, que se había ganado el respeto de los hombres y las ganas de las minas; justo él tenía que soportar estas humillaciones después de viejo. Como si la vida me estuviera haciendo una broma de mal gusto, se decía. Increíble lo que el destino traidor me tenía reservado, se decía. En aquellos tiempos hubiera aplastado a un tipo como Richard sin despeinarse, suponiendo que un personaje de la calaña de Richard hubiera tenido los huevos para enfrentarlo, lo cual era improbable, ya que Richard era un cobarde. Richard es un cobarde y yo soy un viejo de mierda, se decía. Un pobre viejo que tiene que agachar el lomo y obedecer al amo, porque si no vendría el golpe o incluso la paliza. Richard ya le había pegado varias veces, al principio, cuando el sentido de la dignidad lo llevó a intentar defender lo suyo. Eso fue al principio, a los pocos días de que escuchara los golpes en la puerta y al abrir viera a la pareja; a los pocos días de que la muchacha con cara de boba se lo quedara mirando y soltara entre temerosa y triunfante un ¿Papá? Eso fue poco después de que el hombre flaco, mal afeitado, notoriamente mayor que ella, lo mirara como una hiena a la carroña, olfateándolo, midiéndolo. Los hizo pasar y no volvieron a irse. Ella le dijo que Richard estaba sin trabajo, que no tenían a dónde ir, que había estado buscándolo desde hacía tiempo. Entonces que iba a hacer, no podía dejarlos en la calle, además se sentía en deuda con su hija, ella lo había buscado a pesar del abandono y el silencio. Con un nudo cruzándole el pecho y la garganta les dijo que sí. La perspectiva de una tregua para su soledad, de un oasis en el horizonte de sus mañanas y sus noches, desiertas desde que había muerto su esposa, le iluminaba el alma. Se instalaron y a los pocos días,cuando su hija fue a trabajar, Richard, mientras le pasaba el mate y antes de volver a apretar el cigarro entre los dedos, le dijo dame la plata, y el lo escuchó pero al principio no entendió, y la segunda vez tampoco, y apenas empezó a hacerlo después de recibir la trompada que lo desparramó contra el piso. Cuando Rita volvió y le vio la cara hinchada fue Richard el que contestó.
-Tu padre se cayó y se golpeó contra el borde de la mesa.
Ese fue el principio, después se acostumbró, ya sabía que al volver de cobrar la jubilación él iba a estar esperándolo para recibir sin un gesto el sobre.Pasaron los meses y los ritos de humillación se repetían, se sentía cada vez más viejo y más inútil, no sabía que hacer. Richard se había entronizado y disponía de su casa y de sus cosas a voluntad. Su hija volvía tarde de trabajar y siempre estaba ensimismada en sus cosas, en las cuentas, en la novela de las siete. Un día se armó de valor. Su yerno se había ido al bar y se quedó solo con Rita. Le contó lo que pasaba. Ella se quedó viéndolo, con su mirada estúpida, enrojeciendo lentamente, cambiando incredulidad por indignación. Resulta que él era el culpable de todo, y que si Richard le había pegado por algo sería, el pobre estaba pasando mal y cómo podía ser tan egoísta de no entender y pensar solamente en sí mismo y que no quería escuchar más quejas ni mentiras. Al otro día Richard se le fue encima ni bien Rita cerró la puerta. Le pegaba sin hablarle, con desprecio, casi con desinterés, como si estuviera barriendo o lavando un plato. Sintió el dolor de los golpes, el ardor de las heridas, el sabor de la sangre corriendo entre los dientes rotos, pero sobre todo sintió el miedo mezclándose con el desamparo y la impotencia. Richard había retrocedido un paso, respirando ruidosamente, tratando de recuperar el aliento. Era el momento. Sacando fuerzas no se sabe de donde se incorporó y alcanzó el florero que dormía sobre la mesa. Hubo un ruido sordo y la sangre empezó a brotar de la nariz de un Richard incrédulo y tambaleante. Como en los viejos tiempos, sintió la adrenalina llenándole el gastado cuerpo, sintió renacer aquella familiar sensación tantas veces experimentada en noches de tugurios innombrables olvidados por la historia. Feliz, rejuvenecido, exultante, vió como Richard se le abalanzaba con la cara desfigurada por la furia.

viernes, 26 de marzo de 2010

La venganza

Querida esposa:
Cuando leas esta carta yo voy a estar muy lejos, y no creo que volvamos a vernos jamás; por lo menos esa es mi intención. Lamento tener que despedirme de esta manera pero me parece lo mejor dadas las circunstancias. Pienso que no tendría el aplomo suficiente para decirte cara a cara todo lo que tengo guardado, éste es un medio más apropiado. A esta altura, como sos una mujer inteligente, ya debés intuir que sé lo que pasa entre vos y Miguel. No sólo eso sino que lo vi con mis propios ojos. Hace ya más de un año de eso, y te puedo asegurar que he llevado la cuenta día tras día, esperando este momento. No sé que pasará de acá para adelante, qué cosas me tocarán vivir en lo que me quede de vida, lo que te puedo asegurar es que pase lo que pase, jamás, jamás podré olvidar lo que sentí aquella tarde. Era un miércoles, yo tenía una importante reunión con un cliente fuera de mi horario de trabajo. Sin embargo pocos minutos antes de que empezara la reunión recibí una llamada cancelándola. Por lo tanto volví a casa antes de lo previsto. Era un día gris y pesado, y al llegar empezó a llover, una lluvia plomiza y violenta, rabiosamente zarandeada por un viento arremolinado. Entré corriendo a la casa, ya empapado, y al llegar al living me encontré con la sorpresa de ropas varias desparramadas por el piso y el sofá. En la mesa dos copas de vino a medio llenar me golpearon como centinelas al encontrar a un intruso en el perímetro bajo su custodia. Debí gritar en ese momento, debí hacerlo y todo hubiera seguido un curso diferente. Sin embargo no fué eso lo que hice. Caminé instintivamente hacia el cuarto, con un presentimiento atravesado entre la garganta y el pecho. Antes de llegar a la puerta sentí los ruidos inequívocos, probatorios, rotundos. Me asomé y te vi arrodillada, cabalgando con tu cuerpo desnudo y transpirado el de Miguel. Durante un tiempo cuya duración no puedo determinar, pero que debió ser breve, quedé paralizado y confuso, sin entender, o sin querer entender,lo que estaba pasando delante mío. Después vino la ira, las ganas de abalanzarme y destrozarlos a golpes, de tirarlos al piso y patearlos hasta la extenuación, hasta lavar con la sangre desparramada mi verguenza y mi dolor. Cuando recuperé la conciencia las gotas de lluvia se mezclaban en mi cara con las lágrimas que me salían a borbotones. ¿Porqué no los había matado ahí mismo, qué fuerza superior a mi voluntad me hizo salir de aquella casa silenciosamente, como si yo fuera el intruso y estuviera huyendo para no ser encontrado en falta? Nunca encontré respuesta a estas preguntas, lo cierto es que me subí al auto y manejé sin rumbo fijo intentando calmarme o quizás esperando que todo fuera un pesadilla de la que despertaría en cualquier momento. Después de unas horas logré tranquilizarme y me armé de valor para llamarte. Escuchar tu voz fué como recibir una escupida en la cara. Te dije que imprevistamente las negociaciones se habían complicado y que mi regreso iba a demorarse hasta muy tarde en la noche.
Entré a un bar y tuve la tentación de emborracharme hasta morir. Pero no era justo, no era justo que además de sufrir la traición me dejara destruir por la traición. Me propuse hacerlos pagar, hacerlos arrepentirse, hacerlos odiar el día en que se habían conocido. No se me ocurría la forma, pensé en mil cosas, en matarlos, mutilarlos, humillarlos, nada me parecía suficiente. Después pensé en mi parte de culpa en el asunto, en algo había fallado, sin dudas yo había formado parte de alguna forma en mi propia humillación. Esa noche supe, como nunca antes había sabido, que significa eso que los hombres llaman sed de venganza. Antes del amanecer ya todo estaba decidido. No pienso aburrirte con los detalles de todo lo ocurrido desde entonces: mi sufrimiento, mi asco al tocarte, mi paciencia, mi fe desesperada en la venganza, mis ganas de morir ante tus mentiras y las de mi supuesto amigo, mi flamante promiscuidad, mi búsqueda de sexo con la primer sucia que se cruzara en mi camino...
En fin, creo que ya es hora de terminar con este teatro, las cartas están echadas, es tiempo de decirles bienvenidos al infierno, ya no soporto estar sólo en el. Debo decirte que esta misma mañana retiré toda la plata de nuestra cuenta del banco, y además, en caso de que no me creas, adjunto a esta carta una copia de mi análisis positivo de HIV, fresquito del mes pasado. Mi venganza está consumada: bienvenidos al club del SIDA, y adiós.

lunes, 22 de marzo de 2010

La pecera

El tipo estaba ahí parado, en una esquina anónima de una ciudad desconocida de un país extraño. Llevaba un bolso atravesado en bandolera, un teléfono celular descompuesto en una mano y una bolsa conteniendo agua y un pececito rojo en la otra. Miró el teléfono con un gesto de resignación y se lo guardó en el bolsillo de la campera. Caminó de cara al decreciente sol escuchando los abruptos sonidos que ocasionalmente dejaba caer algún transeúnte.
-Puto idioma-se dijo, mientras miraba a una estatua viviente que posaba muda entre los ruidos amontonados de la tarde , inmune a la glaciar indiferencia de la gente. Se quedó unos segundos mirando los movimientos robotizados, tratando de medir el grado de alienación del momento, el suyo, el del artista, el del mundo. Dejó una moneda y siguió caminando. Sentía el balanceo del agua más allá de sus dedos, le parecía sentir que el pez aumentaba de peso cada segundo, alimentado tal vez por su impaciencia. Al llegar a la siguiente esquina se paró frente al infaltable, pulcro y discreto tacho de basura de todas las esquinas. Se paró frente a él al tiempo que levantaba la bolsa.Giró la cabeza para comprobar si alguien lo miraba. levantó la tapa y la bolsa cayó con ruido a papeles viejos. El pez lo miró sentencioso.


Después de una hora de caminar sin rumbo fijo se encontró frente a un edificio oxidado y triste. Reconoció la palabra accommodation y entró. Por dentro era más deprimente aún, con paredes donde se superponían restos de pintura descascarada, telas de araña y humedades. Dejó el bolso en la habitación y salió otra vez a la calle. Al rato vovió con una botella de vodka y un balde.
Se tiró en la cama sin desvestirse y tomó un trago largo, disfrutando el calor áspero en la garganta.


Despertó empapado de oscuridad, sintiendo en el flanco la dureza de la botella vacía. Caminó a tientas, escuchando de pronto el ruido de su pecho golpeando contra el filo de la bañera, sintiendo el crujido en la rodilla, mojándose la cara con el agua derramada. Como pudo se paró y tanteando encontró la llave de la luz. El dolor apenas lo dejaba respirar. El balde sollozante había parado de rodar. A pocos pasos, un espasmo rojo se iba aquietando. Tomó al pez por la cola y lo puso en el balde, llenándolo de agua hasta la mitad. Se sintió observado mientras orinaba, se sintió observado al volver a la cama. Se durmió a pesar del dolor, imaginando la mirada inmóvil, la boca abierta, el batir silencioso de las aletas.


Como pudo se hizo entender por el recepcionista, ayudado por el gesto universal de desplegar un billete verde frente a su cara para facilitar las cosas. Estuvo en el teléfono unos cinco minutos; mientras hablaba veía a través de las ventanas sucias el vaivén de la ciudad, ruidoso, monótono, nervioso. Colgó y volvió a su habitación, caminando con dificultad. No le llevó mucho tiempo dejar el bolso pronto. Al entrar al baño se topó con la negra silueta del balde reposando en el piso. Se asomó contemplando la basurita roja que flotaba contra el fondo negro. Metió un dedo presionando un poco contra el escurridizo cuerpo, que escapó por un costado. Se quedó mirándolo unos segundos. Volvió a juntar sus cosas. Se cruzó la correa del bolso dejándolo recostado contra la cadera, mientras miraba alrededor para ver si se había olvidado de algo. Abrió la puerta y cruzó el umbral. Entoces paró, giró ciento ochenta grados y volvió a entrar al baño. Vació el balde en el inodoro y tiró de la cadena. Vió formarse y desaparecer el breve remolino, caminó hacia la puerta y se fue sin mirar atrás.

miércoles, 13 de enero de 2010

El trofeo.

Conocí a Suárez en primero de liceo. Era un degenerado importante, lo que lo volvía bastante popular en el grupo. Le gustaba aparecerse en la clase con revistas porno y unos muñecos a pila que se ponían a copular al prenderlos, y falos con ruedas o que daban saltitos mientras recitaban algún chiste verde y sacudían la cabeza. Las mujeres de la clase lo odiaban por su tendencia a decirles guarangadas o meterles manotazos al pasar. Ese desenfado me provocaba admiración ya que yo era un verdadero papafrita a la hora de enfrentarme a alguien del sexo opuesto, incluso para las cosas más banales. Eso llevó a que desarrolláramos una relación con una estructura muy simple: el se mandaba alguna de las suyas y yo lo festejaba. Una mañana lo vi llegar a la clase con gesto exultante. Le pregunté qué le pasaba y me llevó aparte, sacando de un bolsillo unos cartones rectangulares que resultaron ser fotos. Eran tres, y mostraban simplemente una mujer desnuda en distintas poses sobre una cama. Pero lo peculiar de las fotos es que no eran de cualquier mujer, sino de Mariel, la mina más fuerte de la clase. Ella era dos años mayor que el resto de nosotros, ya que había repetido un par de veces en la escuela, y estaba muy bien desarrollada. Dueña de un poderoso busto, un culo majestuoso que hacía sufrir a cualquier pantalón que intentara contenerlo, Mariel tenía un largo pelo negro enrulado que le caía más allá de los hombros. Si bien no era muy linda, su mirada denotaba una evidente malicia, lo que la hacía más atractiva aún. Eso sumado a que tenía fama de ser más puta que las gallinas.En ese entonces me encontraba intensamente abocado a las artes masturbatorias, y Mariel era una de mis principales inspiraciones. Y repentinamente ahí la tenía, enfrente a mis ojos, mirándome desafiante, con sus maravillosas tetas apuntándome, liberadas, humedecidas. No podía salir de mi asombro. Miré maravillado a Suárez y le pregunté: -¿Cómo hiciste?
Me miró con una amplia risa silenciosa, evidentemente satisfecho con el efecto provocado. -¿Te la cogiste? -¿Y a vos que te parece? -Le debés haber pagado¿Cuánto te cobró?- Suarez arqueó la cabeza doblegado por la risa y dijo algo, pero yo no lo escuchaba, absorto en las maravillosas imágenes que se alternaban ante mis ojos. -Quiero una, le dije. -Regalame una. La situación era desopilante para el hijo de puta de Suárez. Abrió los ojos a más no poder y casi se ahoga en su propia risa. -¿Que te pensás que soy, papá noel? ¿Porque no vas y le preguntás si no quiere posar para vos? -Dale no seas sorete, tenés tres, que te hace darme una. Dejó de reirse y me miró con el gesto que yo ya conocía de pasarse la lengua por las mejillas: estaba tramando algo; y yo sería su víctima. -Hagamos una cosa, yo te doy una foto pero vos me tenés que traer una bombacha de tu hermana.-¿Qué me decís? Lo miré intentando descifrar si me estaba hablando en serio o agarrándome para la chacota. -Hecho, me escuché decir, mientras estiraba la mano para sellar ese pacto de caballeros. -Pero usada, nada de ir a comprar una y traérmela. La quiero impregnada con el olorcito de Marcela. Traemela y la foto de Mariel en pelotas es tuya. Me las mostró una vez más, apenas durante unos segundos, agua cristalina derramándose frente a un hombre a punto de morir de sed. No pude pensar en otra cosa el resto del día. Llegué a casa a encerrarme en el baño, no aguantaba más. Tenía que conseguir esa foto, y el precio no era demasiado alto después de todo. ¡Sólo tenía que esperar a que mi hermana se cambiara la bombacha, recoger el botín e ir en busca de mi soñado tesoro! Aceché a mi presa el resto del día, atento cuando entraba al baño y desilusionándome cada vez con las falsas alarmas. Hasta que finalmente llegó el momento esperado. Esperé que Marcela saliera del baño para cazar mi trofeo. Tomé la bombacha y la puse dentro de mis propios pantalones. Salí a la calle sintiendo un aire de gloria golpeándome la cara. Llamé a Suárez, no podía esperar hasta el otro día para decirle. No contestaba, intenté llamar a la casa pero tampoco tuve respuesta. Me quería matar. Me quedé un rato afuera hasta que pude serenarme un poco. El trofeo de Suárez pasó la noche bajo mi colchón mientras yo daba vueltas sobre él sin poder conciliar el sueño, las imágenes de Mariel en bolas no se iban de mi cabeza.
De pronto, no sé como, la mañana había llegado. Me levanté con unas bonitas ojeras adornándome la cara, impaciente por que llegara la hora de ir al liceo. Durante el desayuno mi hermana se deleitó bastante con mi calamitoso estado, mientras yo me regocijaba internamente con mi secretito a su costa. Evidentemente mi hermana tenía una opinión demasiado elevada de sí misma como para darle bola a un tipo como Suárez.El ya le había tirado los perros recibiendo un estruendoso desprecio como respuesta. Esa bombacha roñosa sería lo más íntimo que podría obtener de ella alguna vez. Bueno, yo iba a darle lo que él quería y obtendría a cambio mi ansiado premio. LLegué y busqué inmediatamente a mi amigo. -¿Cómo anda la cosa? -Tengo lo que me pediste-disparé las palabras casi sin dejarlo respirar. -¡A ver!?-dijo arqueando una ceja. Se la di y la quedó mirando unos segundos. Se la pasó por la cara mientras la satisfacción se hacía visible en sus gestos. -Muy bien, muy bien- empezó a caminar con la bombacha en la mano, parecía haberse olvidado de mi presencia.-Bueno, ahora dame mi foto. -¿Tu foto?-parecía no entender lo que le pedía. -Si, ese era el trato no?-una nota de histeria incipiente modulaba mis palabras. -Ah, si, pero no las traje, después de clase pasamos por casa y te la doy.-hablaba sin mirarme, siempre caminando con la bombacha en la mano. -¿A dónde vas?-una campana de alarma empezó a sonar en mi cabeza. Estábamos casi en la puerta de la clase de Marcela. -No, pará,¿qué vas a hacer? Lo agarré de un brazo mientras hablaba pero por toda respuesta recibí un empujón que me hizo rebotar contra el piso. Me levanté y corrí pero el ya había entrado al salón y antes de que pudiera alcanzarlo escuché las palabras.-Te traje esto que te olvidaste anoche-dijo Suárez enarbolando la bombacha como una bandera mientras una sonrisa de triunfo le surcaba la cara. Una docena de ojos lo miraban atónitos, entre ellos los de mi hermana, sumidos por un segundo en la estupidez de la incomprensión. Entonces reconoció el trapo que flameaba frente a ella, y al mismo tiempo que enrojecía como un tomate me vió atrás de Suárez, impotente, horrorizado. Sentí que la sangre se me evaporaba del cuerpo, una náusea me recorrió desde el fondo de la médula, y al mirarla, al darme cuenta que ella ya lo había entendido todo, mientras las desmesuradas carcajadas adolescentes explotaban a nuestro alrededor, supe que me había metido en problemas. -

viernes, 1 de enero de 2010

Canillas.

Don Pedro puso los dientes dentro del vaso sobre la mesa de luz y apagó la portátil. Estuvo escuchando tangos en la Spica hasta que sintió que el sueño estaba a punto de vencerlo. Apagó la radio y se desparramó sobre la cama. Entonces escuchó la gota cayendo.
Maldijo a la canilla que había quedado mal cerrada. Intentó ignorar el golpeteo cansino que se repetía indefinidamente, se dió media vuelta para reafirmar su determinación de dormirse.Con fastidio pudo verificar que el insignificante sonido crecía hasta convertirse en un martilleo que lo alejaba cada vez más del sueño. Resignado se incorporó, prendió la luz y se calzó las pantuflas. Caminó hasta el baño antes de darse cuenta que no había más ruido que el de sus pasos. Miró el duchero y la pileta. Caminó hasta la cocina para comprobar que las canillas estaban perfectamente cerradas. El silencio atronaba en medio de la noche. Masticó unas puteadas y volvió a la cama. Algunos segundos después de apoyar la cabeza en la almohada volvió a escuchar el inequívoco sonido de la gota golpeando contra una superficie dura. Esta vez la puteada sonó firme y redonda a todo lo ancho de su boca. Se puso boca abajo y apretó la almohada contra la cabeza pero el sonido, dotado de una malicia insospechada, serpenteaba impávido a través de su algodonoso obstáculo impactando finalmente contra sus oídos. Repitió los movimientos de unos minutos antes sólo para verificar, una vez recorrida la distancia que lo separaba del baño, que ya no había sonido, que todas las canillas estaban cerradas. Tanteó las canillas, se quedó mirándolas como esperando algo de su parte, como si las frías piezas de metal fueran a cobrar vida para brindarle una explicación satisfactoria. Resignado recorrió el camino de retorno al cuarto.
Esta vez sintió el ruido corto e inequívoco justo después de apoyar la cabeza en la almohada. Suspiró mirando la nada negra que se extendía frente a sus ojos. Le temblaban las manos, sentía la garganta seca. Abrió el cajón de la mesa de luz y sacó un blister de pastillas celestes. Mientras se metía una en la boca trató de pensar en algo que pusiera a la situación en coordenadas racionales, quiso aguzar el oído para definir en su cabeza la dirección, la distancia, el origen de su tortura. Lo único que podía determinarse es que el ruido venía más allá de la puerta del cuarto. Se levantó una vez más pero al llegar a la puerta el ruido se detuvo. "Me estoy volviendo loco", se dijo. Se dejó caer en la cama asumiendo el retorno del ruido como se asume que saldrá el sol en la mañana. "Tengo que pensar en algo, distraerme." Prendió la radio con la desesperación en la punta de los dedos, el ominoso golpeteo se filtraba irreversible entre los compases de las orquestas. Subió el volumen inútilmente. Se levantó y salió a cerrar el pase del agua. "Cómo no se me ocurrió antes". Recorrió su breve casa de jubilado esperando encontrar una fisura en el techo que le pusiera algo de lógica a la situación, pero no encontró nada. Al llegar nuevamente a la puerta del cuarto tuvo miedo de entrar. Se quedó parado en el umbral, cansado, sin sueño y con miedo. Flecos de sudor le corrían por los costados del torso. Fué hasta el sofá y prendió la tv como por inercia. En la pantalla apareció un encorbatado regordete con acento brasilero hablando del poder de cristo para asegurar riqueza. En los otros canales la gente apostaba a derrotar la soledad a través del telechat. Empezó a volverle el sueño. Pensó que estaba siendo irracional, necesitaba dormir, necesitaba acostarse en su cama.
Apoyó la cabeza en la almohada con avidez, se vió a si mismo en su mente cayendo en cámara lenta sobre las sábanas. Esta vez recibió el goteo con una sonrisa inmóvil y amarga. No quiso pensar en nada, no intentó levantarse, simplemene dejó que las gotas cayeran, se rompieran y se desparramaran. Sintió que el sonido crecía y se extendía rodeándolo, el golpe acompasado se cernía un instante, burlón, inclinándose hacia él, midiéndolo, creciendo en el silencio hasta golpear finalmente entre las rocas desgastadas de su pecho.
Lo encontró un vecino al otro día. Tenía una llave inglesa oprimida entre los dedos agarrotados de una mano, y a los pies de la cama las canillas de la casa reunidas, mudas, ya desangradas de sus últimas lágrimas.