viernes, 14 de octubre de 2011

Bocacalle

Casi llegando a la esquina saqué el paquete de chicles del bolsillo. Hice una bolita con el envoltorio, le apunté a un charco que se había formado en el hueco de una baldosa faltante, y lo tiré. Casi no se veian autos, era un barrio tranquilo, además era domingo y ya cerca de la medianoche. Bajé el cordón con paso despreocupado, pensando en el sorteo del cinco de oro. Hacía frío. Me subí las solapas del saco y encogí el cuerpo, redoblando el paso. A unos veinte metros delante mío, una rubia despampanante contoneaba su jean ajustado queriendo abarcar toda la vereda. Aceleré, con la intención de alcanzarla. En ese momento la lluvia, que había estado agazapada desde hacía horas, empezó a caer, mansa pero constante. Imprimí aún más velocidad a mi tranco, ya casi estaba corriendo. La noche se mostraba hostil, ofuscada, escapando hacia todos los puntos cardinales. Maldije por no tener un paraguas, como cada vez que la lluvia me sorprendía en la calle. Un zumbido y una luz me sacaron de mis pensamientos. Giré la cabeza y a lo lejos vi la doble advertencia de unos focos acercándose. Empecé a transpirar, pese a la lluvia; me dolían las piernas. Escupí el chicle, dejándolo atrás. El refugio de la vereda estaba aún lejos. Dejando de lado todo recato, corrí con todas mis fuerzas. La luz ahora me cubria, encegueciéndome. El ruido de ruedas sobre el pavimento mojado se acercaba. Me cubrí la cara para ocultarla del resplandor, y volví a mirar adelante. Todavía muy lejos. Estaba quedándome sin aire, no soy de correr ni de hacer ejercicio. Tal vez pudiera volver. Miré hacia atrás, pero la distancia hacia la salvación era mayor todavía. De pronto sentí que las piernas, agotadas, dejaban de responderme. Miré hacia el auto que se me abalanzaba y tuve ganas de gritar. Haciendo acopio de mis últimas fuerzas, reanudé la marcha. Tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tenía que lograrlo, tengo que lograrlo...