jueves, 24 de enero de 2013

El virus

El origen de la desgracia puede ser múltiple, pero dado un número lo suficientemente grande de casos es posible encontrar ciertos disparadores que se repiten frecuentemente. Uno de ellos es el aburrimiento; otro, la curiosidad. Así empezó la  peripecia de Pablo. Una noche, envenenado de insomnio, solo, harto de la televisión, sin nada para leer, prendió su computadora y se sumergió en la web. Llevado por la inercia de la curiosidad terminó en un foro de cuestiones sobrenaturales. La gente contaba sus experiencias con fantasmas, ovnis, telepatía y todas las variantes imaginables de lo inexplicable.  Un tema llamó su atención. Su título era El fin, y en él algunos usuarios hablaban sobre una misteriosa página web, que reservaba horrores inimaginables a aquellos que osaran visitarla. Un usuario explicaba que sólo se podía acceder a la página en las medianoches de luna llena, ni un minuto antes ni uno después, pero recomendaba no hacerlo, porque la vida de quien lo hiciera cambiaría para siempre, y no precisamente para bien. Una sonrisa sarcástica se dibujó en la cara de Pablo. Decidió divertirse un rato; se hizo usuario y escribió, aludiendo al creador del tema. “Me gustaría visitar esa página, lástima que no pusiste el link”. A continuación le mojaba la oreja: “¿O será todo un invento tuyo?”

En los siguientes minutos recorrió algunos posteos sobre abducciones. Empezó a aburrirse. Cuando estaba a punto de irse una notificación iluminó la pantalla. Un correo. Usuario: Circe. Era el que había escrito sobre la web maldita. Abrió el correo esperando encontrar un insulto, en cambio apareció un link, y las palabras: “Espero que esto conteste tu pregunta. Te repito, no entres, pero sé que no me vas a escuchar. Suerte.”

Pinchó el link; la página no existía. Quedó convencido de que todo era un bulo más de los millones que ruedan por la red.

Tiempo después, durante otra noche de inquietud y desasosiego, Pablo, al asomarse a su ventana, se encontró cara a cara con la redondez de una luna tan nítida que parecía colgar a pocos metros de su cabeza. La cuestión de la supuesta página maldita afloró en sus pensamientos. Se dijo que no perdía nada echándole un vistazo. A las doce en punto entró. La pantalla del monitor se llenó de negrura. Un instante después, una cuenta regresiva de cuarenta y ocho horas empezó a correr. En ese instante el cielo se iluminó con el estallido de un relámpago, al que siguieron otros, y el bramido ensordecedor de los truenos saturó la noche. Un escalofrío lo atravesó de pies a cabeza, sin que supiera  porqué. Antes de acostarse corrió el antivirus, pero su máquina estaba limpia como el alma de un bebé. Se fue a dormir sintiendo una mezcla de alivio e inquietud.

Esa noche soñó consigo mismo, en esa misma noche, en su propia cama. Una angustia desconocida le anudaba el pecho. Intentaba levantarse, pero al hacerlo la carne se desprendía de sus huesos, cayendo sobre la sábana. Pablo gritaba,  pero el grito no salía de su boca, porque ya no tenía boca, garganta, cuerdas vocales. Despertó sobresaltado, asfixiado por el terror; su corazón golpeaba furioso contra las costillas. Afuera seguía la tormenta.No pudo volver a dormir en el resto de la noche. Se levantó cansado y malhumorado. Como todas las mañanas fue a ponerle agua y comida a Pérez, su perro, pero una cascada de gruñidos y ladridos le impidió acercarse a la cucha. Le habló, con calma al principio, levantando la voz después, sin conseguir calmarlo. Le dejó galletas y agua a unos pasos de distancia y se fue, preocupado. Su perro jamás lo había desconocido. De camino al trabajo tuvo la sensación de que los pasajeros del ómnibus lo miraban. La señora que estaba sentada a su lado parecía no sacarle la vista de encima, hasta que  no aguantó más y le sostuvo la mirada, desafiante. Entonces la mujer se levantó del asiento y se bajó. Desde la vereda siguió mirándolo hasta desaparecer en el camino.

La mala noche le pasó factura en su trabajo. Trató de combatir el cansancio y la somnoliencia a base de café. En el almuerzo le preguntó a sus compañeros sobre el partido de fútbol que tenían programado para esa noche.

-¿Qué partido?- contestó uno de ellos, dejando de morder su sándwich de milanesa.

-No te hagas el boludo, el de esta noche.-contestó Pablo, con tono de reproche.

Los otros se miraron un segundo antes de carcajear sus risas, con una sincronización perfecta.

-¿Qué tomaste? Convidá.

-Que vivos que son.

-Pero vos estás mal valor.

-¿Qué le pasa a éste?

Sostuvieron sus risas y sus comentarios. Pablo, malhumorado por la conspiración en su contra, se fue.

Pérez seguía igualmente agresivo cuando volvió. Siempre había sido un perro cariñoso, pero de la noche a la mañana se había transformado en un animal arisco. Llamó al veterinario, pero nadie contestó; le llamó la atención que estuviera cerrado tan temprano. Se decidió por googlear para ver si encontraba algo que respondiera por el misterioso comportamiento de Pérez. Prendió la computadora. La pantalla le mostró la imagen de la misma cuenta regresiva de la noche anterior. Intentó reiniciar, pero todo permaneció igual. Comprendió que un virus se había apoderado de la máquina. Se imaginó que al llegar la cuenta a cero desaparecería toda la información de su disco duro. Llamó a un técnico conocido. Por más que le pidió que fuera lo más rápido posible, sólo consiguió el compromiso de estar al otro día. A Pablo le pareció que el técnico quedaba desconcertado cuando le dijo lo que estaba pasando.

-Bueno, no te preocupes, yo voy mañana y la miro, alguna solución le vamos a encontrar.

Colgó con resignación, con la mirada fija en el monitor. Restaban menos de treinta horas para el cero, exactamente a la medianoche del siguiente día. Rogó para que el técnico encontrara una solución al problema.  Se puso a mirar televisión, pero la imagen del monitor titilando mientras el tiempo se terminaba (no sabía para qué pero se terminaba) lo distraía. Resolvió desconectar la computadora. Pidió algo de cenar. Después de una hora de espera volvió a llamar. Le dijeron que no tenían registrado su pedido. Indignado, cortó, después de ponerle los puntos sobre las íes a su interlocutor. Improvisó una cena y se fue a dormir. Su sueño fue tan tortuoso como el de la noche anterior. Volvió a soñarse en su cama. Su cuerpo emanaba un intenso olor a carne podrida, asfixiándolo. Abrió la boca intentando llevar aire puro a sus pulmones. Una oleada de gusanos brotó, hormigueante, de su interior. Un grito atroz se elevó en la noche. Se incorporó, tembloroso. En la oscuridad de su cuarto los números del monitor resaltaban como ojos. Comprobó que la computadora estaba desconectada. Una ráfaga de horror le atravesó el cuerpo.   Su cara se inundó de transpiración y lágrimas. Pérez empezó a aullar. Salió a ver que le pasaba Con los ojos fijos en el cielo, aullaba y aullaba.

Le gritó para que se callara. Antes de que pudiera reaccionar, el animal lo atacó, hundiéndole los colmillos en el antebrazo. Gritó de dolor y de miedo. Luchó para liberarse, pero sus movimientos no lograban aflojar la mordida, hasta que lo logró con un golpe en el hocico. Corrió hacia la casa, perseguido por el perro. Al cerrar la puerta, los ladridos y gruñidos quedaron afuera. Cayó  al piso, sumergiéndose en la oscuridad de la inconciencia.

Abrió los ojos sin saber dónde estaba. Un dolor agudo en el brazo le hizo recobrar la conciencia. Un amasijo de sangre coagulada, carne hinchada y pelos pegoteados daban testimonio del ataque. Fue hasta el baño a curarse y aplicarse un vendaje provisorio, antes de ir al hospital.  A continuación llamó al trabajo para comunicar lo que le había pasado y avisar que no iba a ir.

-Hola Sandra, soy Pablo. Te aviso que hoy no voy. Me atacó mi perro y voy a que me curen.

La respuesta que recibió no fue la que esperaba.

-Está equivocado señor. Acá no trabaja ningún Pablo.

La sangre se congeló en sus venas.

-¡Sandra, soy Pablo, Pablo Sosa!

-Acá estamos trabajando señor, disculpe pero no tenemos tiempo para bromas.

El teléfono cayó de su mano. Giró la cabeza y se encontró con los números menguantes en el monitor de la computadora. En ese momento su cabeza asoció todo, las advertencias sobre la página maldita, las pesadillas, los sucesos cada vez más extraños que le estaban pasando. Se vistió y salió corriendo a buscar un ciber. Buscó la página de fenómenos paranormales pero no pudo encontrarla. Era como si nunca hubiese existido. Con creciente desesperación siguió buscando, intuyendo ya que no lograría nada.

-Estoy loco.- dijo de pronto, casi como susurrando un secreto.

-Estoy loco.- repitió, alzando la voz con entusiasmo. Una carcajada creció en su interior hasta hacerse río furioso que se desbordó por su boca. La gente lo miraba, perpleja.

-¡Estoy loco! ¡Estoy loco!- repetía, gritaba, sacudido por los espasmos de la risa.

Se movió hacia la puerta. El empleado del ciber, con voz trémula, le reclamó el pago de diez pesos. Le dio una moneda y una carcajada más como despedida. Se internó en la calle. El mundo le parecía una mentira. Su euforia se evaporó en un segundo, dejando una sensación de angustia como no había sentido en su vida. Pensó en tirarse frente a un auto. Un pensamiento surgió en su mente como una tabla de salvación. Recorrió las calles, borracho de desesperación. Le parecía que la gente lo miraba con asco.

Vio a su madre con la bolsa de las compras, estaba a punto de entrar a su casa.

-¡Mamá!

Corrió hacia ella. Necesitaba abrazarla. Necesitaba sentir la contención de sus brazos, el cobijo de su pecho, como cuando era un niño. En ese momento era un niño asustado en una noche de tormenta.

Se escuchó un grito, después otro.

-¡Suélteme, suélteme! ¿Quién es usted? ¡Auxilio! ¡Ayúdenme por favor!

La mujer rechazó su avance golpeándolo. Unas manzanas rodaron sobre las baldosas.

-¡Mamá!- repitió, incrédulo. Sus manos crispadas seguían buscando el cuerpo esquivo de la mujer.

Un tackle de un transeúnte lo derribó. No se defendió, sólo siguió llorando y gritando.

-¡Mamá, soy yo! ¡Soy yo!

La mujer, en un ataque de nervios, no paraba de gritar. Otro transeúnte se había sumado al primero, golpeando a Pablo en el piso.

-¡Llamen a la policía, está loco! ¡Yo no tengo hijo!

Los atacantes se calmaron, sin dejar de sujetarlo. Uno de ellos le gritó en la cara.

-¡Quedate quieto hijo de puta, quedate quieto porque seguís cobrando!

Pero Pablo permanecía inmóvil, no debido a las manos de sus captores, sino por la imagen del desconocimiento reflejada en los ojos de su madre. Su dolor fue tan grande que quedó como atontado, como si su sistema nervioso hubiera colapsado, incapaz de soportar el peso de tanta angustia. Llegó un patrullero. Dos policías bajaron, preguntando por lo sucedido. Los captores se miraron, desconcertados. Ninguno de ellos supo explicar lo que había pasado. La mujer tampoco. Parecía que hubieran quedado congelados. Pablo se levantó y se acercó a su madre.

-Mamá, mamá, por favor... - dijo, con hilo de voz.

Acercó su mano al rostro amado para tocarlo. No pudo. Tocó el aire. Ya no había cara. Ya no había nadie. Sus párpados bajaron y subieron. El perfil rectangular de su computadora apareció frente a su cara. Seis ceros titilantes quebraban la oscuridad de la habitación. Volvió a parpadear. Los números habían desaparecido. Se levantó, caminando hasta la puerta del fondo. Salío a la pálida luz de la medianoche. Pérez lo recibió moviendo la cola, incrustándole sus enormes patas en el pecho y lamiendo su cara. Le dio unas palmadas, comprobó que tuviera agua y comida, y volvió a su habitación. Se sentó frente a la computadora. La encendió. ¿Desea reanudar la última sesión? Sí. Se abrió una página dedicada a sucesos paranormales. Un post llamó su atención. Su título era El fin.