Después de incontables horas de
manejar a lo largo de la cinta monocorde de la ruta, entumecido y cansado,
decidí parar para estirar las piernas y comer algo. Paré en un caserío que se
orillaba sobre la carretera, ofreciendo, en descoloridos carteles escritos a
tiza, diversos entremeses y platos típicos.
Cuando bajé del auto pude sentir el
golpe del silencio cayendo como un mastodonte entre los arbustos. A mis
espaldas, el asfalto parecía una inmensa boa dormida, desprovista de sentido ante
la ausencia total de tránsito. Miré hacia la planicie, que se cernía amenazante
sobre el grupo de casas mal ordenadas, y la soledad que me transmitió me
resultó abrumadora. Ni el vuelo de un pájaro, ni un soplo de brisa. Incluso el
sol y las nubes, colgantes e inmóviles sobre mi cabeza, parecían retener el
aliento, expectantes ante vaya a saber uno que inminencia. Parecía como si, en
algún giro inadvertido, hubiera llegado al mismísimo fin del mundo.
Abrí la puerta, temeroso, ante su
aspecto, de que se desintegrara al contacto de mi mano.
El interior era oscuro, con un tufo
rancio llenando el aire, sin importar hacia donde apuntara mi nariz. El lugar estaba casi vacío. Tres mesas, tan decrépitas como el resto del lugar, con
cuatro sillas cada una, exhibían su aburrimiento sin disimulo. El único
parroquiano era un viejo, que se doblaba sobre el mostrador bajo el peso de su
borrachera, quien me recibió con un gesto de hostilidad poco entusiasta. Detrás
del mostrador, un hombre grasiento se esmeraba en repasar unas copas
absurdamente finas para el lugar.
Miré la vitrina. Unas empanadas
arrugadas y pálidas competían en fealdad con una escuálida porción de pascualina,
y algunos refuerzos de milanesa que dejaban asomar impúdicos retazos de lechuga
ennegrecida.
-¿Qué se le ofrece?-profirió el
anfitrión, sin detener su tarea,
maniobrando al mismo tiempo con un escarbadientes que le asomaba de la
boca.
Mi apetito había disminuido
dramáticamente desde el momento en que traspuse la puerta. Lo miré, dubitativo,
y contesté:
-Un capuchino y …, por ahora eso.
Me acomodé en el mostrador,
devolviéndole la mirada al borracho, que había trocado en su cara desconfianza
por diversión, sin ningún motivo aparente. Me miraba y se reía, afirmando con
la cabeza, dejando escapar entre los agujeros de los dientes una risa áspera y
enigmática. Lo ignoré, cruzando los dedos de mis manos sobre el mostrador lleno
de cicatrices. Un moscón revoloteaba
ruidosamente sobre la cabeza del barista.
Tomé el capuchino rápidamente. No
estaba muy caliente, sin embargo esperaba algo peor. El patrón había vuelto a
su tarea, ignorando por completo mi presencia. De pronto, el agudo sonido de un
timbre rasgó el silencio. Miré hacia el lugar de donde venía el sonido. Un viejo
teléfono, de los de antes, negro y gastado, me miró desde la jauría de ojos del
disco de marcar. El hombre no se inmutó, parecía no escuchar el sonido. Después de un minuto en esta
situación, mis nervios comenzaron a crisparse. Le lancé la pregunta elevando mi
voz por sobre el volumen del timbre.
-¿No piensa atender?
Me miró como a un insecto, con menos
desaprobación que indiferencia.
-¿Para qué?
-¿Cómo para qué? ¿No quiere saber
quien llama?
Detuvo el movimiento mecánico de sus
manos, apoyando la copa en la mesada frente a él. Sin soltar el repasador, me
contestó.
-Da lo mismo que conteste o no. ¿No
se da cuenta de que el escritor no sabe para dónde llevar el cuento, y por eso
crea estas situaciones dilatorias, elípticas, descripciones innecesarias,
ralentiza la acción sin motivo? Déjelo que suene nomás.
-Pero entonces…
-Estamos inmovilizados acá. Usted
seguirá siendo un forastero de paso, desconcertado e impaciente, yo seguiré
repasando estas copas, éste sudando su borrachera. Hasta que al escritor se le
ocurra cómo continuar la historia. Eso pasa cuando se empieza a escribir un
relato sin tenerlo completo en la cabeza.
La última oración la dijo sacudiendo
admonitoriamente el índice de una mano.
Miré el vaso, aun tibio sobre el
mostrador, orlado de espuma en el borde. La risa turbia del borracho seguía
cayendo en oleadas sobre mí. Volví a escuchar la voz cansina cruzando el
mostrador.
-Estaremos así durante días o
semanas, con suerte. Si no la hay, este instante te convertirá en eternidad,
inmovilizado en una hoja de papel que tenderá a volverse amarillenta, yo
repasando la misma copa, usted pensando en seguir su viaje, el sol sin
decidirse a terminar de esconderse tras el horizonte. Véale el lado bueno, no
seremos conscientes de estar atravesando la eternidad, para nosotros el tiempo infinito
es un instante, el instante en que suena el teléfono, en que yo me esmero en
sacarle las manchas de agua seca a la copa, en que usted se levanta y camina
hacia la puerta.
Lo escuché con cortesía, molesto por
el insistente timbre que no paraba de sonar.
Me levanté y caminé hacia la puerta, buscando la caja de cigarrillos en el
bolsillo de mi camisa.
-Con suerte al autor se le ocurre un
final disparatado- elevaba la voz a
medida que yo me alejaba-Un ovni aparece de repente y lo secuestra,
llega el comisario y lo mete preso por un improbable delito. Hay que ser
optimistas, aunque no tengamos motivo, sólo porque hay que serlo.
Abrí la puerta y me asomé al
atardecer. Una brisa recién nacida jugaba con la tierra, levantando
remolinos. Prendí el cigarro y me esforcé en asignarles formas a las nubes.
Aspiré el humo con placer. No me preocupaban las palabras del tipo del bar.
Después de todo, la vida es sólo un
cuento que va escribiéndose a sí mismo.