sábado, 23 de junio de 2012

Historia sin final


Después de incontables horas de manejar a lo largo de la cinta monocorde de la ruta, entumecido y cansado, decidí parar para estirar las piernas y comer algo. Paré en un caserío que se orillaba sobre la carretera, ofreciendo, en descoloridos carteles escritos a tiza, diversos entremeses y platos típicos.
Cuando bajé del auto pude sentir el golpe del silencio cayendo como un mastodonte entre los arbustos. A mis espaldas, el asfalto parecía una inmensa boa dormida, desprovista de sentido ante la ausencia total de tránsito. Miré hacia la planicie, que se cernía amenazante sobre el grupo de casas mal ordenadas, y la soledad que me transmitió me resultó abrumadora. Ni el vuelo de un pájaro, ni un soplo de brisa. Incluso el sol y las nubes, colgantes e inmóviles sobre mi cabeza, parecían retener el aliento, expectantes ante vaya a saber uno que inminencia. Parecía como si, en algún giro inadvertido, hubiera llegado al mismísimo fin del mundo.
Abrí la puerta, temeroso, ante su aspecto, de que se desintegrara al contacto de mi mano.
El interior era oscuro, con un tufo rancio llenando el aire, sin importar hacia donde apuntara mi nariz.  El lugar estaba casi vacío. Tres mesas,  tan decrépitas como el resto del lugar, con cuatro sillas cada una, exhibían su aburrimiento sin disimulo. El único parroquiano era un viejo, que se doblaba sobre el mostrador bajo el peso de su borrachera, quien me recibió con un gesto de hostilidad poco entusiasta. Detrás del mostrador, un hombre grasiento se esmeraba en repasar unas copas absurdamente finas para el lugar.
Miré la vitrina. Unas empanadas arrugadas y pálidas competían en fealdad con una escuálida porción de pascualina, y algunos refuerzos de milanesa que dejaban asomar impúdicos retazos de lechuga ennegrecida.
-¿Qué se le ofrece?-profirió el anfitrión, sin detener su tarea,  maniobrando al mismo tiempo con un escarbadientes que le asomaba de la boca.
Mi apetito había disminuido dramáticamente desde el momento en que traspuse la puerta. Lo miré, dubitativo, y contesté:
-Un capuchino y …, por ahora eso.
Me acomodé en el mostrador, devolviéndole la mirada al borracho, que había trocado en su cara desconfianza por diversión, sin ningún motivo aparente. Me miraba y se reía, afirmando con la cabeza, dejando escapar entre los agujeros de los dientes una risa áspera y enigmática. Lo ignoré, cruzando los dedos de mis manos sobre el mostrador lleno de cicatrices. Un moscón revoloteaba  ruidosamente sobre la cabeza del barista.
Tomé el capuchino rápidamente. No estaba muy caliente, sin embargo esperaba algo peor. El patrón había vuelto a su tarea, ignorando por completo mi presencia. De pronto, el agudo sonido de un timbre rasgó el silencio. Miré hacia el lugar de donde venía el sonido. Un viejo teléfono, de los de antes, negro y gastado, me miró desde la jauría de ojos del disco de marcar. El hombre no se inmutó, parecía no escuchar el  sonido. Después de un minuto en esta situación, mis nervios comenzaron a crisparse. Le lancé la pregunta elevando mi voz por sobre el volumen del timbre.
-¿No piensa atender?
Me miró como a un insecto, con menos desaprobación que indiferencia.
-¿Para qué?
-¿Cómo para qué? ¿No quiere saber quien llama?
Detuvo el movimiento mecánico de sus manos, apoyando la copa en la mesada frente a él. Sin soltar el repasador, me contestó.
-Da lo mismo que conteste o no. ¿No se da cuenta de que el escritor no sabe para dónde llevar el cuento, y por eso crea estas situaciones dilatorias, elípticas, descripciones innecesarias, ralentiza la acción sin motivo? Déjelo que suene nomás.
-Pero entonces…
-Estamos inmovilizados acá. Usted seguirá siendo un forastero de paso, desconcertado e impaciente, yo seguiré repasando estas copas, éste sudando su borrachera. Hasta que al escritor se le ocurra cómo continuar la historia. Eso pasa cuando se empieza a escribir un relato sin tenerlo completo en la cabeza.
La última oración la dijo sacudiendo admonitoriamente el índice de una mano.
Miré el vaso, aun tibio sobre el mostrador, orlado de espuma en el borde. La risa turbia del borracho seguía cayendo en oleadas sobre mí. Volví a escuchar la voz cansina cruzando el mostrador.
-Estaremos así durante días o semanas, con suerte. Si no la hay, este instante te convertirá en eternidad, inmovilizado en una hoja de papel que tenderá a volverse amarillenta, yo repasando la misma copa, usted pensando en seguir su viaje, el sol sin decidirse a terminar de esconderse tras el horizonte. Véale el lado bueno, no seremos conscientes de estar atravesando la eternidad, para nosotros el tiempo infinito es un instante, el instante en que suena el teléfono, en que yo me esmero en sacarle las manchas de agua seca a la copa, en que usted se levanta y camina hacia la puerta.
Lo escuché con cortesía, molesto por el insistente  timbre que no paraba de sonar. Me levanté y caminé hacia la puerta, buscando la caja de cigarrillos en el bolsillo de mi camisa.
-Con suerte al autor se le ocurre un final disparatado- elevaba la voz a  medida que yo me alejaba-Un ovni aparece de repente y lo secuestra, llega el comisario y lo mete preso por un improbable delito. Hay que ser optimistas, aunque no tengamos motivo, sólo porque hay que serlo.
Abrí la puerta y me asomé al atardecer. Una brisa recién nacida jugaba con la tierra, levantando remolinos. Prendí el cigarro y me esforcé en asignarles formas a las nubes. Aspiré el humo con placer. No me preocupaban las palabras del tipo del bar. Después de todo, la vida  es sólo un cuento que va escribiéndose a sí mismo.