Miro la hora. Son las cinco. Adelante,
a unos metros de distancia, una pequeña multitud, desbordante de impaciencia,
se apiña en las butacas y se desparrama incontenible por el hall. Resignado,
aprieto el botón. El número ochenta y tres se enciende en el tablero. Una mujer
rubia, algo baja, un poco rechoncha, camina apurada y se sienta frente a mí,
mostrándome sin tapujos una mirada de fastidio a la cual estoy acostumbrado.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
La costumbre indica que debo
preguntarle en qué puedo ayudarla. Pero algo me detiene. Miro la mano que
acomoda un mechón de pelo atrás de la oreja. Los ojos celestes parpadean
dejando en evidencia unas incipientes patas de gallo. Un lunar junto al costado
de la boca capta mi atención. Intento calcular su edad. Lo que en un principio
fue un cosquilleo difuso, ahora es una convicción: la conozco de algún lado. Nunca
olvido una cara. Sólo tengo que recordar el cuándo y el dónde.
-¿En qué puedo ayudarla?
Me cuenta que le llegó una factura
por un importe incorrecto, exponiéndome los argumentos por los cuales ella
nunca pudo haber llegado a un consumo tan alto. Esgrime ante mis ojos
desinteresados la prueba del delito, la factura de marras. Me muestra las
anteriores, portadoras de importes manifiestamente inferiores. Hago como que le
presto atención, formulo unas preguntas genéricas para ganar tiempo, mientras
trato de ir estrechando el cerco sobre lo que me dice esa cara. Voy eliminando
mentalmente ámbitos posibles de conocimiento, yendo desde el pasado reciente
hacia el remoto. Barrio, círculo social, redes sociales, trabajo, trabajos
anteriores, facultad. De pronto, el recuerdo me alcanza. Levanto la vista del
papel que sostengo en la mano y la miro, reprimiendo con un esfuerzo supremo
una sonrisa. Mariana o Natalia (soy malo recordando nombres), sigue parloteando
su indignada protesta, que por momentos bordea un manifiesto ideológico contra
el Estado y su ineficiencia. Adopto con deliberado esmero el gesto de mayor
empatía que me resulta posible. Es evidente que no me reconoció, y no pienso
hacer nada que la lleve a hacerlo. En mi mente se va desplegando, como una
habitación oscura que va siendo iluminada por la tímida luz de una antorcha, la
noche en la que la conocí. El cumpleaños de Rafa, doce, quizás quince años
atrás. Me muerdo para no reírme. Rafa salía con una tal Patricia, o Cecilia,
una flaca que ni fu ni fa pero que tenía la indudable ventaja de ser casada. La
mina había inventado una salida con amigas para poder ir al cumpleaños de Rafa.
Y Mariana, o Natalia, era la coartada, la dueña de la casa en la cual la novia
de Rafa supuestamente iba a quedarse a dormir.
-No se preocupe, a veces pasan estas
cosas, son errores del sistema, pero tienen solución.
Reanuda su parloteo y mi memoria se
despereza entregándome desordenadas imágenes de aquella noche. La mesa de
truco, las botellas de caña brasileña cayendo inmoladas ante nuestros embates,
la espesa humareda de tabaco y de cannabis. Para cuando Patricia o Cecilia y
Mariana o Natalia llegaron a la fiesta ya estábamos lo que suele decirse bien
entonados. Comparo mi imagen mental de una rubia despampanante portando un
escote criminal y una mirada lúbrica que se presentó aquella noche en el
apartamento del Rafa con esta señora indignada que insiste en pretender demostrarme que el Estado está
confabulado en su contra. Hago como que la escucho y lanzo una mirada rápida a
su alianza, sólo para verificar lo que ya me estoy imaginando de acuerdo a su
postura, a su tono de voz, a su atuendo. Me parece mentira que no se acuerde.
Tengo que reconocer que mi orgullo de
macho se siente ofendido.
-Hágame el favor, rellene esta
solicitud. Lamentablemente va a tener que pagar, pero una vez que se constate
el error el monto le será descontado de las futuras facturas.
Desbarato con paciencia sus protestas
sobre el atropello que está sufriendo. Le explico que no hay otra solución
posible. Finalmente, con un suspiro de resignación, inclina la cabeza sobre el
formulario y empieza a escribir.
Me recuesto sobre la silla y dejo que
los recuerdos resbalen, impelidos por su propio peso. La primera vez que quedé fuera de la ronda de
truco nos pusimos a conversar. Ella no jugaba, no sabía. Tomaba, fumaba, y hablaba con la amiga. En un momento
Patricia o Cecilia y el Rafa desaparecieron, y yo me quedé conversando con la
rubia.
Volví a la ronda, y la siguiente vez
que salí ella ya estaba considerablemente borracha. Alguien dijo que se habían
terminado los cigarros. Me ofrecí a ir, y la invité. Al llegar a la esquina nos
besamos. Al volver, nos metimos en un cuarto. Yo estaba demasiado borracho,
apenas logré obtener una semierección, por lo que cuando ella me pidió como una
desesperada que se la metiera por atrás, no pude. Terminó la fiesta, le pedí el
teléfono, la llamé un par de veces para invitarla a salir, obteniendo
respectivas excusas de parte de ella, y después la olvidé. Rafa y Cecilia o
Patricia dejaron de verse, y yo jamás volví a ver a Natalia o Mariana. Hasta
hoy. Lo que son las vueltas de la vida.
-Firme ahí. Bueno, ahora yo le doy entrada a la solicitud, y más o
menos en dos semanas este asunto va a estar solucionado.
Me sonríe mecánicamente, no del todo
convencida de lo que le digo. Me agradece y se va. La veo alejarse, recuerdo su
cuerpo desnudo en la penumbra de aquella noche lejana, ahora sí sonrío
abiertamente. Tomo el formulario, lo estrujo entre mis manos formando una
pelota, y lo tiro en la papelera. A veces, los formularios se traspapelan, son
errores del sistema. Aprieto el botón, el número ochenta y siete se enciende en
el tablero.