sábado, 13 de octubre de 2012

Las vueltas de la vida





Miro la hora. Son las cinco. Adelante, a unos metros de distancia, una pequeña multitud, desbordante de impaciencia, se apiña en las butacas y se desparrama incontenible por el hall. Resignado, aprieto el botón. El número ochenta y tres se enciende en el tablero. Una mujer rubia, algo baja, un poco rechoncha, camina apurada y se sienta frente a mí, mostrándome sin tapujos una mirada de fastidio a la cual estoy acostumbrado.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
La costumbre indica que debo preguntarle en qué puedo ayudarla. Pero algo me detiene. Miro la mano que acomoda un mechón de pelo atrás de la oreja. Los ojos celestes parpadean dejando en evidencia unas incipientes patas de gallo. Un lunar junto al costado de la boca capta mi atención. Intento calcular su edad. Lo que en un principio fue un cosquilleo difuso, ahora es una convicción: la conozco de algún lado. Nunca olvido una cara. Sólo tengo que recordar el cuándo y el dónde.
-¿En qué puedo ayudarla?
Me cuenta que le llegó una factura por un importe incorrecto, exponiéndome los argumentos por los cuales ella nunca pudo haber llegado a un consumo tan alto. Esgrime ante mis ojos desinteresados la prueba del delito, la factura de marras. Me muestra las anteriores, portadoras de importes manifiestamente inferiores. Hago como que le presto atención, formulo unas preguntas genéricas para ganar tiempo, mientras trato de ir estrechando el cerco sobre lo que me dice esa cara. Voy eliminando mentalmente ámbitos posibles de conocimiento, yendo desde el pasado reciente hacia el remoto. Barrio, círculo social, redes sociales, trabajo, trabajos anteriores, facultad. De pronto, el recuerdo me alcanza. Levanto la vista del papel que sostengo en la mano y la miro, reprimiendo con un esfuerzo supremo una sonrisa. Mariana o Natalia (soy malo recordando nombres), sigue parloteando su indignada protesta, que por momentos bordea un manifiesto ideológico contra el Estado y su ineficiencia. Adopto con deliberado esmero el gesto de mayor empatía que me resulta posible. Es evidente que no me reconoció, y no pienso hacer nada que la lleve a hacerlo. En mi mente se va desplegando, como una habitación oscura que va siendo iluminada por la tímida luz de una antorcha, la noche en la que la conocí. El cumpleaños de Rafa, doce, quizás quince años atrás. Me muerdo para no reírme. Rafa salía con una tal Patricia, o Cecilia, una flaca que ni fu ni fa pero que tenía la indudable ventaja de ser casada. La mina había inventado una salida con amigas para poder ir al cumpleaños de Rafa. Y Mariana, o Natalia, era la coartada, la dueña de la casa en la cual la novia de Rafa supuestamente iba a quedarse a dormir.
-No se preocupe, a veces pasan estas cosas, son errores del sistema, pero tienen solución.
Reanuda su parloteo y mi memoria se despereza entregándome desordenadas imágenes de aquella noche. La mesa de truco, las botellas de caña brasileña cayendo inmoladas ante nuestros embates, la espesa humareda de tabaco y de cannabis. Para cuando Patricia o Cecilia y Mariana o Natalia llegaron a la fiesta ya estábamos lo que suele decirse bien entonados. Comparo mi imagen mental de una rubia despampanante portando un escote criminal y una mirada lúbrica que se presentó aquella noche en el apartamento del Rafa con esta señora indignada que insiste en  pretender demostrarme que el Estado está confabulado en su contra. Hago como que la escucho y lanzo una mirada rápida a su alianza, sólo para verificar lo que ya me estoy imaginando de acuerdo a su postura, a su tono de voz, a su atuendo. Me parece mentira que no se acuerde. Tengo que  reconocer que mi orgullo de macho se siente ofendido.
-Hágame el favor, rellene esta solicitud. Lamentablemente va a tener que pagar, pero una vez que se constate el error el monto le será descontado de las futuras facturas.
Desbarato con paciencia sus protestas sobre el atropello que está sufriendo. Le explico que no hay otra solución posible. Finalmente, con un suspiro de resignación, inclina la cabeza sobre el formulario y empieza a escribir.
Me recuesto sobre la silla y dejo que los recuerdos resbalen, impelidos por su propio peso.  La primera vez que quedé fuera de la ronda de truco nos pusimos a conversar. Ella no jugaba, no sabía. Tomaba,  fumaba, y hablaba con la amiga. En un momento Patricia o Cecilia y el Rafa desaparecieron, y yo me quedé conversando con la rubia.
Volví a la ronda, y la siguiente vez que salí ella ya estaba considerablemente borracha. Alguien dijo que se habían terminado los cigarros. Me ofrecí a ir, y la invité. Al llegar a la esquina nos besamos. Al volver, nos metimos en un cuarto. Yo estaba demasiado borracho, apenas logré obtener una semierección, por lo que cuando ella me pidió como una desesperada que se la metiera por atrás, no pude. Terminó la fiesta, le pedí el teléfono, la llamé un par de veces para invitarla a salir, obteniendo respectivas excusas de parte de ella, y después la olvidé. Rafa y Cecilia o Patricia dejaron de verse, y yo jamás volví a ver a Natalia o Mariana. Hasta hoy. Lo que son las vueltas de la vida.
-Firme ahí. Bueno, ahora  yo le doy entrada a la solicitud, y más o menos en dos semanas este asunto va a estar solucionado.
Me sonríe mecánicamente, no del todo convencida de lo que le digo. Me agradece y se va. La veo alejarse, recuerdo su cuerpo desnudo en la penumbra de aquella noche lejana, ahora sí sonrío abiertamente. Tomo el formulario, lo estrujo entre mis manos formando una pelota, y lo tiro en la papelera. A veces, los formularios se traspapelan, son errores del sistema. Aprieto el botón, el número ochenta y siete se enciende en el tablero.