miércoles, 3 de agosto de 2011

Idolo

 Recibió la pelota viboreante con una caricia, dejándola aturdida contra el empeine, mansita. Reconoció, en una fracción de segundo, la silueta del marcador, avecinándose como una tormenta. Quebró la cintura y tocó la pelota en un sólo movimiento, dejando al rival desparramado sobre el césped. Otra camiseta rival apareció por la derecha, amenazante. Pisó la pelota y  le dió un toque, dejándose el espacio justo para disparar el pique demoledor. Enfrentó, rebosante de serenidad, al último escollo, el arquero. Amagó sin detener la carrera, lanzándose hacia el otro costado, sorteando al cuerpo vencido del adversario, acercándose inexorable al rectángulo del arco, prodigando una última caricia al esférico, lo suficientemente suave como para imprimirle un efecto dramático al rodar, sutil y contundente al mismo tiempo. Después, abrió los brazos, desgajó el grito uniéndose al coro multitudinario, dejó que el pecho se le llenara de gloria.
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-Fijese, Arellano, que nosotros venimos a reparar una omisión imperdonable que la Asociación ha tenido con usted durante años. Nosotros, en tanto representantes de todo el fútbol uruguayo, y me atrevo a decir más, de la sociedad uruguaya entera, no podíamos menos que reconocer a una gloria como usted. Humildemente, sí, dada la situación delicada en que nos encontramos hoy en día desde el punto de vista financiero; fijese que cada día va menos gente al fútbol, nos vemos en figurillas para mantener los números de la Asociación en orden. Pero no importa, acá estamos; sabiendo que usted no está pasando tampoco por un buen momento, le tendemos nuestra mano solidaria, de hermano diría yo, para ayudarlo a salir del pozo en que la vida lo ha sumido injustamente. Vamos Arellano, venga un apretón de manos y un abrazo. Espere, me acomodo la corbata primero. Ahora si, a ver, los fotógrafos, atentos que ahí vamos.
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-Acá tiene el uniforme, son mil  pesos que se los descontamos en tres cuotas. Firme acá. Si, ahí mismo. Vaya nomás.
Arellano bajó la escalera siguiendo al encargado, adentrándose sin pausa en la húmeda atmósfera del estacionamiento. Miró las filas de autos último modelo, impolutas máquinas, dormidas en la penumbra del sótano débilmente iluminado. Al llegar a la garita, el encargado lo hizo entrar.
-Cualquier cosa me llama, Arellano, asegúrese de tener el handy siempre prendido.
Hizo una pausa, cambiando la mirada. Arellano se reconoció en ella, reconoció una de aquellas miradas de antes, una de ésas que ya le dedicaban sólo de vez en cuando.
-Sólo una cosa más. ¿Me firmaría un autógrafo para mi hijo? Le hablé de usted,  del Torpedo Arellano, de lo grande que fue. Tome una lapicera.
Arellano se quedó sentado, mirando a través del vidrio de la garita, esperando que la caldera le avisara que el agua para el mate estaba pronta. Cuarenta pesos la hora. Se acordó de cuando iba en ómnibus a las prácticas, de aquellas veces en que el viejo no tenía para darle y le pedía prestada la bicicleta al Pepe Bustamante. Los comienzos habían sido duros, siempre eran duros.
-Si no no tendría gracia, dijo en voz alta, para convencerse de que esta vez, como aquélla, la vida, después de zamarrearlo un poco, le abriría los brazos para recibirlo como a su hijo pródigo.