miércoles, 27 de julio de 2011

Desfasaje

Miré la esfera grave del reloj, pestañando antes de sentir el golpe del pánico en el cuerpo. Había cerrado los ojos con descuido, cediendo por un instante a las ganas de seguir durmiendo, abríéndolos con violencia ante el aullido de la alarma en mi cabeza. ¡No te duermas! Demasiado tarde. ¡Las siete y cinco! ¡Y cinco!
Me vestí omitiendo la ducha, mientras maldecía. Ya no tendría tiempo para desayunar como a mí me gusta, armando la mesa ceremoniosamente, disponiendo con precisión geométrica el azucarero, la miel, el plato con las tostadas, el platillo y la taza de café. Apenas si pude deglutir una banana antes de salir disparado con rumbo a la parada. Llamé al ascensor pero me di cuenta de que no cargaba con la paciencia suficiente como para quedarme esperándolo. Me lancé escaleras abajo, sintiendo el contrapunto entre el golpe de mis pies contra los escalones y el batir furioso del corazón contra las costillas.
Al salir a la calle no pude resistir la tentación de mirar el reloj. Otra pérdida de tiempo. Retomé el camino hacia la parada arrastrando mi angustia por las baldosas flojas de la mañana. Antes de llegar ya lo supe. La gente habitual no se veía. No estaba la veterana que fumaba Marlboro y se pintaba los labios de rojo bermellón, ni el adolescente con la cara llena de granos y de incertidumbres, que me hacía acordar a mí mismo a los quince años. Sentí al mundo desaparecer bajo mis pies. Estuve a punto de gritar, pero en ese momento vi la silueta negra y amarilla doblando la esquina, enfilando directamente hacia mí. La suerte no me había abandonado del todo.
-¡Taxi!
Salté dentro del coche y exlamé histéricamente:
¡Urquiza y Bartolomé Mitre!
El taxista arrancó y no pasaron cinco segundos antes de que me hiciera un comentario sobre el clima. Miré hacia afuera, con la intención de hacer ostensible mi desinterés por empezar una conversación. Más allá del vidrio sucio de la ventanilla, implacable se extendía la ciudad, con  personas trazando en las veredas extrañas coreografías, haciendo lo posible por mimetizarse, disimulando, con todas sus fuerzas, sus miserias y temores. La voz del taxista me sacó de mi ensoñación.
-¿Dónde lo dejo maestro?
-En la esquina. Sí, acá está bien.
Me bajé y corrí sin esperar el vuelto. Crucé la puerta del edificio omitiendo el consabido saludo al portero. Ya habría tiempo para explicaciones más tarde. ¿Habría? Sentí una el lastre de algo como una piedra en el estómago. Exhausto, mareado por la falta de aire, me paré frente al reloj y saqué mi tarjeta de la ranura. La miré. Demasiado tarde, alguien ya la había marcado por mí, y ocupaba ahora mi lugar. El desfasaje de cinco minutos era definitivo. Confrontado a esa certeza, consciente de que a partir de ese momento llegaría cinco minutos tarde a todos lados, de que el usurpador ocuparía mi lugar en cada una de las instancias ulteriores de mi vida, sentí el ardor inconfundible de las lágrimas brotando de mis ojos.