jueves, 20 de enero de 2011

Descubrimientos

Carla se bajó del taxi en la silenciosa noche, algunas cuadras antes de llegar al apartamento. Quería sentir en la piel el roce de la oscuridad, impregnarse del sosiego de la brisa nocturna; quería sentirse mecida por el sonido de sus propios pasos, recuperar la orientación desde ese lugar de penumbra y silencio. Quería volver de alguna forma a reconstruirse, a ser la doctora Estévez, a pensar en el trabajo, en los perros, en la peluquería, en la humedad de la pared del baño, en el casamiento que la esperaba en tan sólo diez días, en su futuro marido, tan dulce, predecible, inocuo. Y así llegaba al otro punto del porqué del retorno diferido, de la caminata inútil: quería evitar la llegada de la culpa. Temía enfrentarse a la mueca burlona de la culpa, a su gesto de recibimiento dibujado en los botones del ascensor, en la cerradura, en los muebles del living, en la cara de Carlos saludándola con gesto descafeinado. Temía a la culpa, sí, y además temía al olvido; temía que se le borraran de la piel las caricias libertadoras, que se perdieran, ahogadas por la culpa, las sensaciones inéditas de aquella noche, el clamor de la carne, la caída en el abismo infinito e inesperado, los descubrimientos obscenos y felices, quizás tardíos para una mujer de 27 años, pero no por eso menos avasallantes, escandalosos, contundentes.


Diego arrancó sin decidirse aún a borrar la sonrisa socarrona que se le había instalado al mirar la cara de la pasajera al bajarse. “Qué cara de vicio, nena, se ve que tuviste una noche agitada”. Aceleró y miró hacia el cielo de febrero, jactancioso y profundo. “Va a hacer calor”, pensó, lo cual no lo alegró ni mucho ni poco. Los días de vacaciones habían pasado para él, ahora tendría que esperar hasta Semana Santa para tener un descanso. Su turno estaba por terminar, además del reloj se lo decía el cuerpo. Pensó en la ducha tibia que lo esperaba, en el vaso de whisky, en el sueño reparador.
De pronto, salida aparentemente de la nada, una sombra se precipitó contra el parabrisas, golpeó contra el indefenso vidrio astillándolo, rodó y desapareció por un costado. Se afirmó en los frenos aún sin entender qué pasaba; el coche gimió, se arrastró unos metros, se sacudió y finalmente se detuvo. Las manos le temblaban incontrolablemente. Miró el espejo pero no vio nada más que las fauces de la noche detrás de él. Se bajó del taxi y entonces sí pudo ver el bulto atravesado en el asfalto, a unos quince metros, debatiéndose débilmente. Corrió hacia él a la par de la angustia que lo ganaba. El hombre se quejaba apenas, la cara irreconocible por la sangre que la cubría. Uno de los brazos se doblaba improbable bajo su cuerpo, como si fuera de trapo. Diego lo miró horrorizado, miró alrededor esperando quizás una explicación, un grito, algo que lo arrancara del desconcierto y el terror. Acercó su cara a la del otro, al gesto crispado de dolor, a la sangre más oscura que la noche, a esa sangre que se desparramaba plácidamente mezclándose con el miedo. Quiso decir algo pero no pudo, no supo. Se incorporó; tenía que pedir ayuda. Corrió hacia el taxi sin darse cuenta, sin darse cuenta puso primera y aceleró. Podía haber llamado una ambulancia, o al 911, anónimamente, sin comprometerse. No lo hizo, el hombre malherido quedó abandonado sobre el pavimento. Manejó sin saber a dónde iba, sin poder pensar en lo que hacía. En un momento reconoció su calle. Paró frente a su casa y bajó, aún temblando. Entró y sintió un alivio infinito al comprobar que todos dormían. Se sirvió un vaso de whisky, derramando un poco por los nervios. El sudor le impregnaba el cuerpo, el contacto pegajoso le hizo pensar en aquel otro cuerpo que agonizaba a unos quilómetros de distancia. Estremecido, fue al baño a mojarse. Hundió la cara en el agua redentora, levantó la cabeza, se enfrentó a su imagen reflejada en el espejo.
Viéndose así, como lo había hecho tantas veces, cada mañana y cada noche desde que tenía memoria, viendo su mirada retornando desde la superficie del espejo, tuvo la sensación de que se veía por primera vez, de que por primera vez veía su rostro desnudo, despojado de las máscaras creadas por las suposiciones sobre sí mismo que había adquirido a lo largo de los años. No vio al buen padre de familia, no distinguió en esa mirada al tipo que se llevaba la vida por delante, al que sabía vivir la vida, al que juzgaba sin remordimientos, al que decidía, al que pensaba que nadie tenía nada que reprocharle. En cambio el reflejo acusador le endosó la imagen cruda de un cobarde, de un pequeño hombre en el preciso momento de enfrentarse al horror de su alma desnuda, mostrándosele procaz, abriéndose sin reparos a su reconocimiento dolorido.

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