lunes, 22 de marzo de 2010

La pecera

El tipo estaba ahí parado, en una esquina anónima de una ciudad desconocida de un país extraño. Llevaba un bolso atravesado en bandolera, un teléfono celular descompuesto en una mano y una bolsa conteniendo agua y un pececito rojo en la otra. Miró el teléfono con un gesto de resignación y se lo guardó en el bolsillo de la campera. Caminó de cara al decreciente sol escuchando los abruptos sonidos que ocasionalmente dejaba caer algún transeúnte.
-Puto idioma-se dijo, mientras miraba a una estatua viviente que posaba muda entre los ruidos amontonados de la tarde , inmune a la glaciar indiferencia de la gente. Se quedó unos segundos mirando los movimientos robotizados, tratando de medir el grado de alienación del momento, el suyo, el del artista, el del mundo. Dejó una moneda y siguió caminando. Sentía el balanceo del agua más allá de sus dedos, le parecía sentir que el pez aumentaba de peso cada segundo, alimentado tal vez por su impaciencia. Al llegar a la siguiente esquina se paró frente al infaltable, pulcro y discreto tacho de basura de todas las esquinas. Se paró frente a él al tiempo que levantaba la bolsa.Giró la cabeza para comprobar si alguien lo miraba. levantó la tapa y la bolsa cayó con ruido a papeles viejos. El pez lo miró sentencioso.


Después de una hora de caminar sin rumbo fijo se encontró frente a un edificio oxidado y triste. Reconoció la palabra accommodation y entró. Por dentro era más deprimente aún, con paredes donde se superponían restos de pintura descascarada, telas de araña y humedades. Dejó el bolso en la habitación y salió otra vez a la calle. Al rato vovió con una botella de vodka y un balde.
Se tiró en la cama sin desvestirse y tomó un trago largo, disfrutando el calor áspero en la garganta.


Despertó empapado de oscuridad, sintiendo en el flanco la dureza de la botella vacía. Caminó a tientas, escuchando de pronto el ruido de su pecho golpeando contra el filo de la bañera, sintiendo el crujido en la rodilla, mojándose la cara con el agua derramada. Como pudo se paró y tanteando encontró la llave de la luz. El dolor apenas lo dejaba respirar. El balde sollozante había parado de rodar. A pocos pasos, un espasmo rojo se iba aquietando. Tomó al pez por la cola y lo puso en el balde, llenándolo de agua hasta la mitad. Se sintió observado mientras orinaba, se sintió observado al volver a la cama. Se durmió a pesar del dolor, imaginando la mirada inmóvil, la boca abierta, el batir silencioso de las aletas.


Como pudo se hizo entender por el recepcionista, ayudado por el gesto universal de desplegar un billete verde frente a su cara para facilitar las cosas. Estuvo en el teléfono unos cinco minutos; mientras hablaba veía a través de las ventanas sucias el vaivén de la ciudad, ruidoso, monótono, nervioso. Colgó y volvió a su habitación, caminando con dificultad. No le llevó mucho tiempo dejar el bolso pronto. Al entrar al baño se topó con la negra silueta del balde reposando en el piso. Se asomó contemplando la basurita roja que flotaba contra el fondo negro. Metió un dedo presionando un poco contra el escurridizo cuerpo, que escapó por un costado. Se quedó mirándolo unos segundos. Volvió a juntar sus cosas. Se cruzó la correa del bolso dejándolo recostado contra la cadera, mientras miraba alrededor para ver si se había olvidado de algo. Abrió la puerta y cruzó el umbral. Entoces paró, giró ciento ochenta grados y volvió a entrar al baño. Vació el balde en el inodoro y tiró de la cadena. Vió formarse y desaparecer el breve remolino, caminó hacia la puerta y se fue sin mirar atrás.

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