Puso
el par de medias, que él no usaría, en un rincón del bolso, junto al short que
permanecería invariablemente doblado hasta el momento en que Héctor lo metiera,
intacto, en el lavarropas, mezclado con la ropa realmente sucia, y, con el
gesto de sangre fría que caracteriza al criminal que borra meticulosamente las
pruebas de su delito, iniciara el lavado.
Camiseta,
zapatos, medias, toalla, chinelas. Los condones los llevaría en el bolsillo, o
tal vez los comprara ella.
-Pronto.
Le
alcanzó el bolso con una esperanza menguada de escucharlo decir que se quedaba,
que se había cancelado el partido, que la invitaba a pasar un viernes juntos,
diferente, como antes.
-Gracias.
No me esperes levantada, después del partido vamos a salir a tomar algo con los
muchachos.
El
movimiento de la puerta al cerrarse volvió a dejarla sola, como todos los
viernes, con la sensación de desconcierto de quien repentinamente se da cuenta
de que ha perdido algo sin saber cómo, preguntándose dónde había quedado esa
mujer que fue alguna vez, dónde ese hogar que pensaba perfecto. Lo peor era que
no lo odiaba, hubiera sido tan fácil si hubiera podido. Se culpaba a sí misma,
buscaba en su conducta justificaciones para la traición, maldecía al destino, y
por supuesto a la perra, a la última culpable de todo, a la ladrona, a la puta
que se había interpuesto entre ella y su felicidad para hacerla añicos,
dejándola varada en el sinsentido de una vida que nunca pensó que pudiera ser
la suya.
Había
perdido la cuenta de las veces que se paró frente a la puerta, resuelta a tocar
timbre. Ya no sabía decir en cuantas ocasiones había llegado a suspender la
mano, como una amenaza, sobre el botón, arrepintiéndose a último momento,
arrastrada por la corriente de un súbito miedo, hasta sentir calor en la cara, mirar a los costados para
comprobar si había testigos de su vergüenza, e irse con pasos torpes y
apurados. Todo empezaba en la noche anterior, una de esas noches de insomnio
interminable, en que se debatía contra la sensación de desamparo que se le
instalaba al pensar en la posibilidad de que Héctor, obligado a elegir,
eligiera a la otra. Solía trazar una línea imaginaria, divisoria de las razones
que él pondría a un lado y al otro para decidir. De un lado, juventud, belleza,
novedad, éxito. Del otro... Amor, se decía, pero la palabra le surgía cargada
de dudas, sin convicción real, como un reflejo condicionado que aparece ante un
estímulo determinado sin que, a priori, pueda hacerse una valoración de su
validez. Quizás costumbre, seguridad, pero pensar en esas razones como las que
podían inclinar la balanza a su favor le resultaba triste e insultante al mismo
tiempo. Nunca, desde su casamiento, y desde antes, desde el momento en que el
noviazgo se convirtió en compromiso, se había imaginado cómo sería la vida sin
Héctor, por la sencilla razón de que le parecía imposible una vida sin Héctor,
algo siquiera parecido a la felicidad era simplemente inconcebible sin su
presencia, no podía imaginar nada más abominable que esa posibilidad. Se decía
que iría a hablar con la otra al otro día, para ponerle los puntos sobre las
íes, para que supiera quién era ella, con quién se enfrentaba. La perra
escucharía de su propia boca las razones por las cuales debía desaparecer,
dejar a su hombre en paz. ¡Su hombre! Con
esa convicción pisaba la vereda al otro día, después de que Héctor se iba a
trabajar, dirigiéndose a su apartamento, segura, por haber investigado sus
horarios, de que la encontraría. Así de resuelta caminaba las primeras cuadras,
hasta que, invariablemente, las dudas e inquietudes comenzaban a erosionar esa
convicción. ¿Quién tenía más para perder? ¿Qué si su rival resultaba ser
implacable? ¿Cómo haría para vivir sin Héctor si la dejaba? Juventud, belleza,
éxito, soledad, miedo, vacío, novedad, miedo, juventud, cansancio, tristeza,
belleza, implacable, fracaso, Héctor, puta, éxito, inercia, apartamento,
discurso, hombre, juventud, timbre, miedo, éxito.
En
el camino de regreso se repetía, sin darle concesiones a la humillación, las
palabras que había pensado, los gestos, las miradas. Al llegar a su casa se
sentaba frente a la mesa del comedor, con la cara vacía, odiándose cada vez un
poco más por su reiterada cobardía. Después le llegaba el reproche de los
cuadros colgados en las paredes, del florero aquél que Héctor le había regalado
hacía tantos años, de los cubiertos secándose en la cocina. Todo, a su
alrededor, le decía que debía luchar por lo suyo, que no podía resignarse. Pero
no se sentía con fuerzas para hacerlo. Volvía a verse, parada frente a la
puerta ya sabida de memoria, sintiendo una vez más cómo el furor y la
indignación se le evaporaban, dejándola sola con el miedo y sus garras
incrustadas en el pecho. Ese era el peor momento del día, del que iba sobreponiéndose
con lentitud, como un enfermo que ha visto la muerte de cerca y da sus primeros
pasos, cansados, de convaleciente. Tomaba un lápiz y un papel y hacía la lista
de las compras con una minuciosidad innecesaria. Su cuerpo, blando por la
derrota y por los años, se iba tonificando en los tibios rituales de la rutina,
olvidándose de sí mismo, dejándose llevar, perdiéndose en los movimientos consabidos
y previsibles de cada día, hasta cubrir, aunque no destruyéndolos, la vergüenza
y el dolor con una capa lo suficientemente amplia de preocupaciones cotidianas.
Escuchó
el tintineo de la cerradura, seguido del chasquido de la puerta al cerrarse. Y
entonces el silencio. Imaginó el andar culpable, en puntas de pie, como un
susurro. Ahora era el momento de levantarse, arrancar las máscaras de un golpe,
gritar el final, dictar una sentencia. Ahora, si quería. Su cuerpo se tensó,
aguijoneado por el deseo de destrozarle la cara a la mentira. Apretó los ojos.
El temeroso sonido de un picaporte se repitió, ahora más cercano. Escuchó, o
imaginó, los pasos blandos y lentos, llevando los zapatos en la mano, cruzando
el umbral de la puerta del cuarto. Quiso decir algo, pero las palabras se
negaron a ser pronunciadas por su boca. Se sorprendió al comprobar que no
lloraba. Pensó sin alegría que quizás esa fuera la señal de que, por fin, había
empezado a transitar, sin violencia casi, con un algo parecido a un amargo
sentimiento de triunfo, el camino del acostumbramiento.