El
origen de la desgracia puede ser múltiple, pero dado un número lo
suficientemente grande de casos es posible encontrar ciertos disparadores que
se repiten frecuentemente. Uno de ellos es el aburrimiento; otro, la
curiosidad. Así empezó la peripecia de
Pablo. Una noche, envenenado de insomnio, solo, harto de la televisión, sin
nada para leer, prendió su computadora y se sumergió en la web. Llevado por la
inercia de la curiosidad terminó en un foro de cuestiones sobrenaturales. La
gente contaba sus experiencias con fantasmas, ovnis, telepatía y todas las
variantes imaginables de lo inexplicable.
Un tema llamó su atención. Su título era El fin, y en él algunos
usuarios hablaban sobre una misteriosa página web, que reservaba horrores
inimaginables a aquellos que osaran visitarla. Un usuario explicaba que sólo se
podía acceder a la página en las medianoches de luna llena, ni un minuto antes
ni uno después, pero recomendaba no hacerlo, porque la vida de quien lo hiciera
cambiaría para siempre, y no precisamente para bien. Una sonrisa sarcástica se
dibujó en la cara de Pablo. Decidió divertirse un rato; se hizo usuario y
escribió, aludiendo al creador del tema. “Me gustaría visitar esa página,
lástima que no pusiste el link”. A continuación le mojaba la oreja: “¿O será
todo un invento tuyo?”
En
los siguientes minutos recorrió algunos posteos sobre abducciones. Empezó a
aburrirse. Cuando estaba a punto de irse una notificación iluminó la pantalla.
Un correo. Usuario: Circe. Era el que había escrito sobre la web maldita. Abrió
el correo esperando encontrar un insulto, en cambio apareció un link, y las
palabras: “Espero que esto conteste tu pregunta. Te repito, no entres, pero sé
que no me vas a escuchar. Suerte.”
Pinchó
el link; la página no existía. Quedó convencido de que todo era un bulo más de
los millones que ruedan por la red.
Tiempo
después, durante otra noche de inquietud y desasosiego, Pablo, al asomarse a su
ventana, se encontró cara a cara con la redondez de una luna tan nítida que
parecía colgar a pocos metros de su cabeza. La cuestión de la supuesta página
maldita afloró en sus pensamientos. Se dijo que no perdía nada echándole un
vistazo. A las doce en punto entró. La pantalla del monitor se llenó de
negrura. Un instante después, una cuenta regresiva de cuarenta y ocho horas
empezó a correr. En ese instante el cielo se iluminó con el estallido de un
relámpago, al que siguieron otros, y el bramido ensordecedor de los truenos
saturó la noche. Un escalofrío lo atravesó de pies a cabeza, sin que supiera porqué. Antes de acostarse corrió el
antivirus, pero su máquina estaba limpia como el alma de un bebé. Se fue a
dormir sintiendo una mezcla de alivio e inquietud.
Esa
noche soñó consigo mismo, en esa misma noche, en su propia cama. Una angustia
desconocida le anudaba el pecho. Intentaba levantarse, pero al hacerlo la carne
se desprendía de sus huesos, cayendo sobre la sábana. Pablo gritaba, pero el grito no salía de su boca, porque ya
no tenía boca, garganta, cuerdas vocales. Despertó sobresaltado, asfixiado por
el terror; su corazón golpeaba furioso contra las costillas. Afuera seguía la
tormenta.No pudo volver a dormir en el resto de la noche. Se levantó cansado y
malhumorado. Como todas las mañanas fue a ponerle agua y comida a Pérez, su
perro, pero una cascada de gruñidos y ladridos le impidió acercarse a la cucha.
Le habló, con calma al principio, levantando la voz después, sin conseguir
calmarlo. Le dejó galletas y agua a unos pasos de distancia y se fue,
preocupado. Su perro jamás lo había desconocido. De camino al trabajo tuvo la
sensación de que los pasajeros del ómnibus lo miraban. La señora que estaba
sentada a su lado parecía no sacarle la vista de encima, hasta que no aguantó más y le sostuvo la mirada,
desafiante. Entonces la mujer se levantó del asiento y se bajó. Desde la vereda
siguió mirándolo hasta desaparecer en el camino.
La
mala noche le pasó factura en su trabajo. Trató de combatir el cansancio y la
somnoliencia a base de café. En el almuerzo le preguntó a sus compañeros sobre
el partido de fútbol que tenían programado para esa noche.
-¿Qué
partido?- contestó uno de ellos, dejando de morder su sándwich de milanesa.
-No
te hagas el boludo, el de esta noche.-contestó Pablo, con tono de reproche.
Los
otros se miraron un segundo antes de carcajear sus risas, con una
sincronización perfecta.
-¿Qué
tomaste? Convidá.
-Que
vivos que son.
-Pero
vos estás mal valor.
-¿Qué
le pasa a éste?
Sostuvieron
sus risas y sus comentarios. Pablo, malhumorado por la conspiración en su
contra, se fue.
Pérez
seguía igualmente agresivo cuando volvió. Siempre había sido un perro cariñoso,
pero de la noche a la mañana se había transformado en un animal arisco. Llamó
al veterinario, pero nadie contestó; le llamó la atención que estuviera cerrado
tan temprano. Se decidió por googlear para ver si encontraba algo que
respondiera por el misterioso comportamiento de Pérez. Prendió la computadora.
La pantalla le mostró la imagen de la misma cuenta regresiva de la noche
anterior. Intentó reiniciar, pero todo permaneció igual. Comprendió que un
virus se había apoderado de la máquina. Se imaginó que al llegar la cuenta a
cero desaparecería toda la información de su disco duro. Llamó a un técnico
conocido. Por más que le pidió que fuera lo más rápido posible, sólo consiguió
el compromiso de estar al otro día. A Pablo le pareció que el técnico quedaba
desconcertado cuando le dijo lo que estaba pasando.
-Bueno,
no te preocupes, yo voy mañana y la miro, alguna solución le vamos a encontrar.
Colgó
con resignación, con la mirada fija en el monitor. Restaban menos de treinta
horas para el cero, exactamente a la medianoche del siguiente día. Rogó para
que el técnico encontrara una solución al problema. Se puso a mirar televisión, pero la imagen
del monitor titilando mientras el tiempo se terminaba (no sabía para qué pero
se terminaba) lo distraía. Resolvió desconectar la computadora. Pidió algo de
cenar. Después de una hora de espera volvió a llamar. Le dijeron que no tenían
registrado su pedido. Indignado, cortó, después de ponerle los puntos sobre las
íes a su interlocutor. Improvisó una cena y se fue a dormir. Su sueño fue tan tortuoso como el de la noche anterior.
Volvió a soñarse en su cama. Su cuerpo emanaba un intenso olor a carne podrida,
asfixiándolo. Abrió la boca intentando llevar aire puro a sus pulmones. Una
oleada de gusanos brotó, hormigueante, de su interior. Un grito atroz se elevó
en la noche. Se incorporó, tembloroso. En la oscuridad de su cuarto los números
del monitor resaltaban como ojos. Comprobó que la computadora estaba
desconectada. Una ráfaga de horror le atravesó el cuerpo. Su cara se inundó de transpiración y
lágrimas. Pérez empezó a aullar. Salió a ver que le pasaba Con los ojos fijos
en el cielo, aullaba y aullaba.
Le
gritó para que se callara. Antes de que pudiera reaccionar, el animal lo atacó,
hundiéndole los colmillos en el antebrazo. Gritó de dolor y de miedo. Luchó
para liberarse, pero sus movimientos no lograban aflojar la mordida, hasta que
lo logró con un golpe en el hocico. Corrió hacia la casa, perseguido por el
perro. Al cerrar la puerta, los ladridos y gruñidos quedaron afuera. Cayó al piso, sumergiéndose en la oscuridad de la
inconciencia.
Abrió
los ojos sin saber dónde estaba. Un dolor agudo en el brazo le hizo recobrar la
conciencia. Un amasijo de sangre coagulada, carne hinchada y pelos pegoteados
daban testimonio del ataque. Fue hasta el baño a curarse y aplicarse un vendaje
provisorio, antes de ir al hospital. A
continuación llamó al trabajo para comunicar lo que le había pasado y avisar
que no iba a ir.
-Hola
Sandra, soy Pablo. Te aviso que hoy no voy. Me atacó mi perro y voy a que me
curen.
La
respuesta que recibió no fue la que esperaba.
-Está
equivocado señor. Acá no trabaja ningún Pablo.
La
sangre se congeló en sus venas.
-¡Sandra,
soy Pablo, Pablo Sosa!
-Acá
estamos trabajando señor, disculpe pero no tenemos tiempo para bromas.
El
teléfono cayó de su mano. Giró la cabeza y se encontró con los números
menguantes en el monitor de la computadora. En ese momento su cabeza asoció
todo, las advertencias sobre la página maldita, las pesadillas, los sucesos
cada vez más extraños que le estaban pasando. Se vistió y salió corriendo a
buscar un ciber. Buscó la página de fenómenos paranormales pero no pudo
encontrarla. Era como si nunca hubiese existido. Con creciente desesperación
siguió buscando, intuyendo ya que no lograría nada.
-Estoy
loco.- dijo de pronto, casi como susurrando un secreto.
-Estoy
loco.- repitió, alzando la voz con entusiasmo. Una carcajada creció en su
interior hasta hacerse río furioso que se desbordó por su boca. La gente lo
miraba, perpleja.
-¡Estoy
loco! ¡Estoy loco!- repetía, gritaba, sacudido por los espasmos de la risa.
Se
movió hacia la puerta. El empleado del ciber, con voz trémula, le reclamó el
pago de diez pesos. Le dio una moneda y una carcajada más como despedida. Se
internó en la calle. El mundo le parecía una mentira. Su euforia se evaporó en
un segundo, dejando una sensación de angustia como no había sentido en su vida.
Pensó en tirarse frente a un auto. Un pensamiento surgió en su mente como una
tabla de salvación. Recorrió las calles, borracho de desesperación. Le parecía
que la gente lo miraba con asco.
Vio
a su madre con la bolsa de las compras, estaba a punto de entrar a su casa.
-¡Mamá!
Corrió
hacia ella. Necesitaba abrazarla. Necesitaba sentir la contención de sus
brazos, el cobijo de su pecho, como cuando era un niño. En ese momento era un
niño asustado en una noche de tormenta.
Se
escuchó un grito, después otro.
-¡Suélteme,
suélteme! ¿Quién es usted? ¡Auxilio! ¡Ayúdenme por favor!
La
mujer rechazó su avance golpeándolo. Unas manzanas rodaron sobre las baldosas.
-¡Mamá!-
repitió, incrédulo. Sus manos crispadas seguían buscando el cuerpo esquivo de
la mujer.
Un
tackle de un transeúnte lo derribó. No se defendió, sólo siguió llorando y
gritando.
-¡Mamá,
soy yo! ¡Soy yo!
La
mujer, en un ataque de nervios, no paraba de gritar. Otro transeúnte se había
sumado al primero, golpeando a Pablo en el piso.
-¡Llamen
a la policía, está loco! ¡Yo no tengo hijo!
Los
atacantes se calmaron, sin dejar de sujetarlo. Uno de ellos le gritó en la
cara.
-¡Quedate
quieto hijo de puta, quedate quieto porque seguís cobrando!
Pero
Pablo permanecía inmóvil, no debido a las manos de sus captores, sino por la
imagen del desconocimiento reflejada en los ojos de su madre. Su dolor fue tan
grande que quedó como atontado, como si su sistema nervioso hubiera colapsado,
incapaz de soportar el peso de tanta angustia. Llegó un patrullero. Dos policías
bajaron, preguntando por lo sucedido. Los captores se miraron, desconcertados.
Ninguno de ellos supo explicar lo que había pasado. La mujer tampoco. Parecía
que hubieran quedado congelados. Pablo se levantó y se acercó a su madre.
-Mamá,
mamá, por favor... - dijo, con hilo de voz.
Acercó
su mano al rostro amado para tocarlo. No pudo. Tocó el aire. Ya no había cara.
Ya no había nadie. Sus párpados bajaron y subieron. El perfil rectangular de su
computadora apareció frente a su cara. Seis ceros titilantes quebraban la
oscuridad de la habitación. Volvió a parpadear. Los números habían
desaparecido. Se levantó, caminando hasta la puerta del fondo. Salío a la
pálida luz de la medianoche. Pérez lo recibió moviendo la cola, incrustándole
sus enormes patas en el pecho y lamiendo su cara. Le dio unas palmadas,
comprobó que tuviera agua y comida, y volvió a su habitación. Se sentó frente a
la computadora. La encendió. ¿Desea reanudar la última sesión? Sí. Se abrió una
página dedicada a sucesos paranormales. Un post llamó su atención. Su título
era El fin.
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