jueves, 20 de diciembre de 2012

La caída


Recuerdo el primer día que vi a Shepard, inclinado sobre la pileta, rodeado por montañas de platos y vasos sucios. Un tipo callado, de cincuenta largos, un poco gordo. No hablaba de su pasado, cuando se le preguntaba respondía que había vivido en España muchos años, trabajando de chofer y de mozo. No tenía familia, lo cual hacía sonar extraña la historia del retorno. Preguntado al respecto, se encogía de hombros.
-Me cansé de ser un extranjero. Estar acá o allá es lo mismo, excepto por eso, que te miren distinto por no ser de ahí.
Quizás un alcohólico en rehabilitación. Es lo que pensé al ver a un tipo de esa edad trabajando de lavaplatos en un restaurante clase B. Eso, o ex preso, aunque no cuadraba con el estereotipo: sin tatuajes, bien hablado, de apariencia normal. Era una época de mucho trabajo y se había ido, casi simultáneamente, parte del personal, así que no le hicieron muchas preguntas ni le pidieron referencias antes de contratarlo. Después de todo, era para lavar los platos. No nos dijo el nombre de pila. Le gustaba que lo llamaran Shepard, a secas. Claro, no es lo mismo llamarse Shepard que González. La cuestión es que Shepard fue objeto de interés por unos días; después, al influjo de su silencio que no invitaba a ser cuestionado, nos olvidamos de su presencia. El estaba en su rincón, limpiando sin descanso lo que otros ensuciaban, como un engranaje perfectamente aceitado y encastrado en un mecanismo infinito, cumpliendo con su tarea sin preguntas ni quejas. Casi se hubiera podido creer que le gustaba lo que hacía, si no hubiera sido absurdo suponer tal cosa. Shepard no opinaba sobre fútbol ni sobre política, no salía con los demás a tomar unas copas después del trabajo, no elogiaba con desmesura el busto de las clientas. En fin, un bicho raro y antipático. Su existencia sólo se volvió memorable cuando entro el Negro Vázquez a trabajar al restaurante. Casualmente, yo estaba en la bacha, al lado de Shepard, fajinando platos, cuando entró el maitre con un veterano, flaco, de cara pícara.
-Muchachos, él es Vázquez, empieza hoy en el salón.
Me saludó con una sonrisa jovial cruzándole la cara. Pero al encarar a Shepard, la sonrisa se convirtió en un gesto de sorpresa. Shepard quedó blanco como un papel. Vázquez, haciendo un visible esfuerzo por dominar la sorpresa, le preguntó cómo estaba. Shepard no contestó, ni siquiera levantó la mano para estrechársela. Gruesas gotas de sudor le perlaban la frente.
Shepard pasó el resto de la noche con cara descompuesta, sin decir una palabra. Al irse, parecía enfermo. Fue la última vez que lo vi. No volvió a pisar el restaurante, ni siquiera fue a cobrar lo que le debían.
Vázquez no dijo nada al principio, pero ese viernes, después del trabajo, su renuencia fue desbordada por el whisky.
Acodados en nuestra expectativa, el Ruso González y yo escuchábamos el relato cariacontecido de Vázquez.
-Hace algo así como veinte años, gracias a un contacto, entré a trabajar en un restaurante top de Montevideo. La comanda, no sé si se acuerdan.
Yo era demasiado joven para acordarme, pero no así el Ruso.
-Me acuerdo, era furor. Y después cerró de un día para el otro.
-Sí. Shepard era el dueño, y el chef.
Nos miramos con el Ruso. El relato se estaba poniendo jugoso.
-Quién lo hubiera dicho. ¿Y cómo es que terminó de lavandín?
-Él había estudiado y trabajado en Europa. Al volver a Uruguay, puso el restaurante, a todo trapo. Era un tipo muy creído, tenían que verlo, entrando a la cocina con la cabeza levantada, sin mirar a nadie, como si fuera un rey. Pero la verdad es que sabía muchísimo. Los ayudantes lo idolatraban en lo profesional, aunque su trato era difícil. Más o menos una vez por semana echaba a alguien, por cualquier boludez. Si no le gustaba como habías cortado el perejil, te rajaba, así nomás.
-En resumen, un hijo de puta.- me atreví a acotar.
Vázquez no me escuchó, su mirada estaba lejos, ensimismada en sus recuerdos.
Pedimos otra ronda. El boliche estaba quieto, salpicado aquí y allá por algún borracho dedicado a conjurar a sus demonios en un vaso.
-El restaurante fue un golazo. Trabajábamos a salón lleno todas las noches. Si ibas sin haber reservado tenías que esperar a que se desocupara una mesa, si no no tenías chance. Shepard inflaba el pecho como un sapo. Era el amo del universo.
-¿Y qué pasó?- El Ruso y yo, más impulsados por la impaciencia que por el escabio, inclinamos el cuerpo hacia Vázquez, ansiosos por escuchar el desenlace del misterio.
-Resulta que un domingo a mediodía yo estaba esperando un plato y entra un comisse corriendo a la cocina y dice, casi que gritando: “Shepard, Shepard, ¡Está el Presidente con la señora, no tenemos mesa! ¿Qué hacemos?” Shepard, Poniendo cara de desprecio ante una pregunta tan estúpida, contestó que le armaran una mesa inmediatamente. Entonces me mira y me dice: “Vázquez, atiéndalos usted.” Me sorprendió que me dijera eso, había mozos con más antigüedad que yo. Pero bueno, allá fui.
Vázquez interrumpió el relato para tomar un trago. Yo, en vilo ante el desenlace inminente, aferraba el mío.
-Les tomé el pedido. Ella pidió un entrecotte con papas a la crema. Èl me dijo que había oído que ahí se hacía la mejor tortilla española del Uruguay. Shepard salió a saludarlos. En la cara se le veían los humos, mientras cruzaba el salón hacia su mesa parecía un emperador entrando a Roma.
Finalmente, salieron los platos. Los serví, llené sus copas y me quedé cerca. Miré las otras mesas de mi plaza, todo el mundo estaba servido, comiendo, así que me enfoqué en ellos.
Vázquez hizo una pausa. Movió la cabeza como diciéndole no a un interlocutor imaginario.
El Ruso y yo, al unísono, lo instamos a terminar.
-¿Y qué pasó?
-El Presidente cortó la primera tajada de tortilla y se la puso en la boca, poniendo cara de deleite. Les digo la verdad, la fama de la tortilla de Shepard estaba bien ganada, era una delicia. Entonces, cuando fue a cortar otro pedazo, me di cuenta de que algo estaba mal. Quedó pálido, petrificado. Me acerqué a preguntarle si todo estaba en orden. La mujer le preguntó qué le pasaba. Él se levanto, haciendo arcadas, y salió corriendo para el baño. Yo no entendía nada, hasta que miré el plato. Asomando en el triángulo faltante vi media cucaracha, gorda, asquerosa. La gente de las otras mesas empezó a levantarse. Antes de que pudiera hacer algo vi una tromba blanca entrando al salón. Shepard, que había visto todo, levantó el plato y lo acercó a su cara. Cuando vio la cucaracha pensé que iba a darle un ataque. En ese momento volvió el Presidente, blanco como un fantasma. Mirando a Shepard con indignación, hizo que su mujer se levantara. Shepard le pedía disculpas casi llorando. Se fueron y lo dejaron hablando solo. Miré a la gente de las otras mesas. Estaban todos con la boca abierta, mirando hacia el plato del Presidente. Shepard se calló, su cara pasó del blanco al rojo, y volvió corriendo a la cocina. Tapé la prueba del crimen con una servilleta y me la llevé, aunque todo el mundo ya se había dado cuenta de lo que pasaba. Desde la cocina llegaron gritos y ruidos de sartenes y ollas golpeando el piso y las paredes. Shepard se había abalanzado sobre los ayudantes, hecho una fiera. No le dieron el gusto de que se desahogara con ellos, entre los tres lo molieron a trompadas. Los clientes, mientras tanto, indignados o fingiendo indignación, se fueron sin pagar. A los demás, Shepard nos echó a gritos. Al otro día, cuando llegué, encontré el restaurante cerrado, con un cartel de clausura en la puerta.
Vázquez calló, tomando aire, haciendo fondo blanco.
-Nos dejó adentro con la guita a todos. No pudimos ubicarlo para cobrarle. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra. Algunos decían que se había ido del país, otros que se había matado. Nunca quedó claro cómo llegó el bicho al plato. Nadie dijo nada, pero estoy seguro de que fue uno de los ayudantes, en venganza por los maltratos y la pedantería de Shepard. Nunca volví a saber nada de él, hasta que lo vi el otro día.
Nos quedamos en silencio, rumiando el final del cuento. Había cosas que no me cerraban.
-¿Y por qué no le reclamaste lo de la plata?
Vázquez le hizo señas al mozo para que nos sirviera otra ronda. Me miró como un maestro a un alumno que no aprendió las tablas de multiplicar.
-Hace veinte años de eso. Esa plata no me hubiera cambiado la vida. Pasó, ya está. El tipo era un hijo de puta, pero le hicieron pagar un precio muy caro. Cuando lo vi el otro día se me vino a la cabeza su cara de esa tarde, enfrentada a aquél plato que fue su condena. Era la cara de un hombre desahuciado, de un tipo que vivía en una nube y que de repente se dio cuenta de que estaba en el aire, cayendo sin que nada ni nadie pudiera salvarlo. Nunca sentí tanta lástima por alguien.
Pensé en Shepard y su vida en estos veinte años, abandonado a la derrota, renegando de su talento para no recordar la mayor vergüenza de su vida, buscando en sus horas de sueño reencontrarse con sus días de gloria, con su reputación perdida para siempre, con la vida de triunfo que le habían arrebatado. Yo también sentí lástima.
Estábamos solos en el bar. Habían prendido las luces, y el mozo levantaba las sillas, lanzándonos miradas de reojo. La voz del Ruso abrió un tajo en el silencio.
-Es tarde. ¿Vamos?



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