Recuerdo
el primer día que vi a Shepard, inclinado sobre la pileta, rodeado
por montañas de platos y vasos sucios. Un tipo callado, de cincuenta
largos, un poco gordo. No hablaba de su pasado, cuando se le
preguntaba respondía que había vivido en España muchos años,
trabajando de chofer y de mozo. No tenía familia, lo cual hacía
sonar extraña la historia del retorno. Preguntado al respecto, se
encogía de hombros.
-Me
cansé de ser un extranjero. Estar acá o allá es lo mismo, excepto
por eso, que te miren distinto por no ser de ahí.
Quizás
un alcohólico en rehabilitación. Es lo que pensé al ver a un tipo
de esa edad trabajando de lavaplatos en un restaurante clase B. Eso,
o ex preso, aunque no cuadraba con el estereotipo: sin tatuajes, bien
hablado, de apariencia normal. Era una época de mucho trabajo y se
había ido, casi simultáneamente, parte del personal, así que no le
hicieron muchas preguntas ni le pidieron referencias antes de
contratarlo. Después de todo, era para lavar los platos. No nos dijo
el nombre de pila. Le gustaba que lo llamaran Shepard, a secas.
Claro, no es lo mismo llamarse Shepard que González. La cuestión es
que Shepard fue objeto de interés por unos días; después, al
influjo de su silencio que no invitaba a ser cuestionado, nos
olvidamos de su presencia. El estaba en su rincón, limpiando sin
descanso lo que otros ensuciaban, como un engranaje perfectamente
aceitado y encastrado en un mecanismo infinito, cumpliendo con su
tarea sin preguntas ni quejas. Casi se hubiera podido creer que le
gustaba lo que hacía, si no hubiera sido absurdo suponer tal cosa.
Shepard no opinaba sobre fútbol ni sobre política, no salía con
los demás a tomar unas copas después del trabajo, no elogiaba con
desmesura el busto de las clientas. En fin, un bicho raro y
antipático. Su existencia sólo se volvió memorable cuando entro
el Negro Vázquez a trabajar al restaurante. Casualmente, yo estaba
en la bacha, al lado de Shepard, fajinando platos, cuando entró el
maitre con un veterano, flaco, de cara pícara.
-Muchachos,
él es Vázquez, empieza hoy en el salón.
Me
saludó con una sonrisa jovial cruzándole la cara. Pero al encarar a
Shepard, la sonrisa se convirtió en un gesto de sorpresa. Shepard
quedó blanco como un papel. Vázquez, haciendo un visible esfuerzo
por dominar la sorpresa, le preguntó cómo estaba. Shepard no
contestó, ni siquiera levantó la mano para estrechársela. Gruesas
gotas de sudor le perlaban la frente.
Shepard
pasó el resto de la noche con cara descompuesta, sin decir una
palabra. Al irse, parecía enfermo. Fue la última vez que lo vi. No
volvió a pisar el restaurante, ni siquiera fue a cobrar lo que le
debían.
Vázquez
no dijo nada al principio, pero ese viernes, después del trabajo, su
renuencia fue desbordada por el whisky.
Acodados
en nuestra expectativa, el Ruso González y yo escuchábamos el
relato cariacontecido de Vázquez.
-Hace
algo así como veinte años, gracias a un contacto, entré a trabajar
en un restaurante top de Montevideo. La comanda, no sé si se
acuerdan.
Yo
era demasiado joven para acordarme, pero no así el Ruso.
-Me
acuerdo, era furor. Y después cerró de un día para el otro.
-Sí.
Shepard era el dueño, y el chef.
Nos
miramos con el Ruso. El relato se estaba poniendo jugoso.
-Quién
lo hubiera dicho. ¿Y cómo es que terminó de lavandín?
-Él
había estudiado y trabajado en Europa. Al volver a Uruguay, puso el
restaurante, a todo trapo. Era un tipo muy creído, tenían que
verlo, entrando a la cocina con la cabeza levantada, sin mirar a
nadie, como si fuera un rey. Pero la verdad es que sabía muchísimo.
Los ayudantes lo idolatraban en lo profesional, aunque su trato era
difícil. Más o menos una vez por semana echaba a alguien, por
cualquier boludez. Si no le gustaba como habías cortado el perejil,
te rajaba, así nomás.
-En
resumen, un hijo de puta.- me atreví a acotar.
Vázquez
no me escuchó, su mirada estaba lejos, ensimismada en sus recuerdos.
Pedimos
otra ronda. El boliche estaba quieto, salpicado aquí y allá por
algún borracho dedicado a conjurar a sus demonios en un vaso.
-El
restaurante fue un golazo. Trabajábamos a salón lleno todas las
noches. Si ibas sin haber reservado tenías que esperar a que se
desocupara una mesa, si no no tenías chance. Shepard inflaba el
pecho como un sapo. Era el amo del universo.
-¿Y
qué pasó?- El Ruso y yo, más impulsados por la impaciencia que por
el escabio, inclinamos el cuerpo hacia Vázquez, ansiosos por
escuchar el desenlace del misterio.
-Resulta
que un domingo a mediodía yo estaba esperando un plato y entra un
comisse corriendo a la cocina y dice, casi que gritando: “Shepard,
Shepard, ¡Está el Presidente con la señora, no tenemos mesa! ¿Qué
hacemos?” Shepard, Poniendo cara de desprecio ante una pregunta tan
estúpida, contestó que le armaran una mesa inmediatamente. Entonces
me mira y me dice: “Vázquez, atiéndalos usted.” Me sorprendió
que me dijera eso, había mozos con más antigüedad que yo. Pero
bueno, allá fui.
Vázquez
interrumpió el relato para tomar un trago. Yo, en vilo ante el
desenlace inminente, aferraba el mío.
-Les
tomé el pedido. Ella pidió un entrecotte con papas a la crema. Èl
me dijo que había oído que ahí se hacía la mejor tortilla
española del Uruguay. Shepard salió a saludarlos. En la cara se le
veían los humos, mientras cruzaba el salón hacia su mesa parecía
un emperador entrando a Roma.
Finalmente,
salieron los platos. Los serví, llené sus copas y me quedé cerca.
Miré las otras mesas de mi plaza, todo el mundo estaba servido,
comiendo, así que me enfoqué en ellos.
Vázquez
hizo una pausa. Movió la cabeza como diciéndole no a un
interlocutor imaginario.
El
Ruso y yo, al unísono, lo instamos a terminar.
-¿Y
qué pasó?
-El
Presidente cortó la primera tajada de tortilla y se la puso en la
boca, poniendo cara de deleite. Les digo la verdad, la fama de la
tortilla de Shepard estaba bien ganada, era una delicia. Entonces,
cuando fue a cortar otro pedazo, me di cuenta de que algo estaba mal.
Quedó pálido, petrificado. Me acerqué a preguntarle si todo estaba
en orden. La mujer le preguntó qué le pasaba. Él se levanto,
haciendo arcadas, y salió corriendo para el baño. Yo no entendía
nada, hasta que miré el plato. Asomando en el triángulo faltante vi
media cucaracha, gorda, asquerosa. La gente de las otras mesas
empezó a levantarse. Antes de que pudiera hacer algo vi una tromba
blanca entrando al salón. Shepard, que había visto todo, levantó
el plato y lo acercó a su cara. Cuando vio la cucaracha pensé que
iba a darle un ataque. En ese momento volvió el Presidente, blanco
como un fantasma. Mirando a Shepard con indignación, hizo que su
mujer se levantara. Shepard le pedía disculpas casi llorando. Se
fueron y lo dejaron hablando solo. Miré a la gente de las otras
mesas. Estaban todos con la boca abierta, mirando hacia el plato del
Presidente. Shepard se calló, su cara pasó del blanco al rojo, y
volvió corriendo a la cocina. Tapé la prueba del crimen con una
servilleta y me la llevé, aunque todo el mundo ya se había dado
cuenta de lo que pasaba. Desde la cocina llegaron gritos y ruidos de
sartenes y ollas golpeando el piso y las paredes. Shepard se había
abalanzado sobre los ayudantes, hecho una fiera. No le dieron el
gusto de que se desahogara con ellos, entre los tres lo molieron a
trompadas. Los clientes, mientras tanto, indignados o fingiendo
indignación, se fueron sin pagar. A los demás, Shepard nos echó a
gritos. Al otro día, cuando llegué, encontré el restaurante
cerrado, con un cartel de clausura en la puerta.
Vázquez
calló, tomando aire, haciendo fondo blanco.
-Nos
dejó adentro con la guita a todos. No pudimos ubicarlo para
cobrarle. Parecía como si se lo hubiera tragado la tierra. Algunos
decían que se había ido del país, otros que se había matado.
Nunca quedó claro cómo llegó el bicho al plato. Nadie dijo nada,
pero estoy seguro de que fue uno de los ayudantes, en venganza por
los maltratos y la pedantería de Shepard. Nunca volví a saber nada
de él, hasta que lo vi el otro día.
Nos
quedamos en silencio, rumiando el final del cuento. Había cosas que
no me cerraban.
-¿Y
por qué no le reclamaste lo de la plata?
Vázquez
le hizo señas al mozo para que nos sirviera otra ronda. Me miró
como un maestro a un alumno que no aprendió las tablas de
multiplicar.
-Hace
veinte años de eso. Esa plata no me hubiera cambiado la vida. Pasó,
ya está. El tipo era un hijo de puta, pero le hicieron pagar un
precio muy caro. Cuando lo vi el otro día se me vino a la cabeza su
cara de esa tarde, enfrentada a aquél plato que fue su condena. Era
la cara de un hombre desahuciado, de un tipo que vivía en una nube y
que de repente se dio cuenta de que estaba en el aire, cayendo sin
que nada ni nadie pudiera salvarlo. Nunca sentí tanta lástima por
alguien.
Pensé
en Shepard y su vida en estos veinte años, abandonado a la derrota,
renegando de su talento para no recordar la mayor vergüenza de su
vida, buscando en sus horas de sueño reencontrarse con sus días de
gloria, con su reputación perdida para siempre, con la vida de
triunfo que le habían arrebatado. Yo también sentí lástima.
Estábamos
solos en el bar. Habían prendido las luces, y el mozo levantaba las
sillas, lanzándonos miradas de reojo. La voz del Ruso abrió un tajo
en el silencio.
-Es
tarde. ¿Vamos?
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