martes, 25 de septiembre de 2012

Dádiva



Sus zapatos relucientes avanzaban mordiendo la vereda, esquivando el dibujo que formaban las baldosas faltantes. A mitad de cuadra, con una mano extendida hacia la caridad humana, un mendigo envejecía desde siempre, a la sombra del sol.
Pasó junto al ruego balanceando el maletín impaciente, obeso de papeles.
-Una moneda señor.
Se paró, mirando la mano mugrienta, demorando unos segundos la reacción. Sus dedos buscaron en el bolsillo la moneda que pagara por su conciencia limpia. La extendió, brillante e impura, evitando el contacto con la piel áspera. La mano no se movió, los ojos no lo soltaron. Respiró hondo. Metió la mano en el bolsillo interno del saco. Sacó la billetera y la depositó, con movimiento firme, sobre la palma ávida. El mendigo no detuvo su inmovilidad, obligándolo a rascar su cabeza brevemente, para alejar la picazón del desconcierto. Aflojó la corbata. Volvió a mirarse en el reflejo de los ojos del otro. Dejó el maletín en el piso, enfrente suyo, bajo la sombra de la mano del indigente. El saco se deslizó hacia afuera de su cuerpo, cayendo sin ruido. Sin detenerse, el hombre comenzó a desabrocharse el cinturón.

Lo vio alejarse calle abajo, apurado como la tarde. Miró su mano vacía, estiró el brazo, se internó en la boca de la espera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario