Sus
zapatos relucientes avanzaban mordiendo la vereda, esquivando el dibujo que
formaban las baldosas faltantes. A mitad de cuadra, con una mano extendida
hacia la caridad humana, un mendigo envejecía desde siempre, a la sombra del
sol.
Pasó
junto al ruego balanceando el maletín impaciente, obeso de papeles.
-Una
moneda señor.
Se
paró, mirando la mano mugrienta, demorando unos segundos la reacción. Sus dedos
buscaron en el bolsillo la moneda que pagara por su conciencia limpia. La
extendió, brillante e impura, evitando el contacto con la piel áspera. La mano
no se movió, los ojos no lo soltaron. Respiró hondo. Metió la mano en el
bolsillo interno del saco. Sacó la billetera y la depositó, con movimiento
firme, sobre la palma ávida. El mendigo no detuvo su inmovilidad, obligándolo a
rascar su cabeza brevemente, para alejar la picazón del desconcierto. Aflojó la
corbata. Volvió a mirarse en el reflejo de los ojos del otro. Dejó el maletín
en el piso, enfrente suyo, bajo la sombra de la mano del indigente. El saco se
deslizó hacia afuera de su cuerpo, cayendo sin ruido. Sin detenerse, el hombre
comenzó a desabrocharse el cinturón.
Lo
vio alejarse calle abajo, apurado como la tarde. Miró su mano vacía, estiró el
brazo, se internó en la boca de la espera.
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