martes, 21 de febrero de 2012

La burla

La mañana había transcurrido chata y relativamente silenciosa, como todas las de esa semana. Gerard miró la hora. La una de la tarde. Como por reflejo, empezó a sentir hambre. Miró hacia la mochila, recordando que tenía una vianda. Tenía que esperar un poco para poder comer tranquilo. De la calle llegó, rasgando el silencio groseramente, el chirrido de las gomas de un auto. Tomó el fusil y se puso en posición, buscando al objetivo con la mira. Moviéndose en zig zag desde el sector musulmán, a unos cuatrocientos metros de su ubicación, un taxi se había lanzado a toda velocidad intentando cruzar la Línea Verde. En pocos segundos estaría fuera de su alcance. Se escuchó un disparo y el parabrisas estalló. El auto siguió rodando unos metros antes de chocar contra un cantero, para terminar volcando. Gerard esperó, destilando paciencia. De la ventanilla trasera surgió un pasajero, que se irguió con las manos arriba. Gerard volvió a acariciar el gatillo. Ni bien el cuerpo se desplomó Gerard empezó a recoger sus cosas  y se fue lo más rápido que pudo. Era un buen francotirador, de los mejores de Beirut, sabía cómo permanecer invisible al enemigo enfrente mismo de sus narices. Aun así, al disparar se volvía inevitablemente vulnerable. El fogonazo, el ruido, el humo del disparo lo delataban, por lo cual debía cambiar de posición después de disparar.
-¡Bien hecho, cazador, doblete!- dijo una voz en la radio.
La tarde era siempre más tranquila. El sol daba de frente, los francotiradores del lado cristiano quedaban expuestos, debían esconderse y esperar agazapados. Al mismo tiempo, sus colegas musulmanes entraban en acción, cobijados por las sombras. El sol se mostraba así imparcial ante los combatientes, ayudando a Dios por la mañana y a Alá cuando llegaba la tarde. Sin embargo, había que permanecer alerta, siempre podía aparecer una presa. Gerard intentaba sintonizar algo en su pequeña radio portátil, buscando combatir el aburrimiento. A lo lejos se escuchaban detonaciones. Tuvo que interrumpir lo que estaba haciendo al escuchar el llamado.
-Atento Cazador, atento Cazador.
-Aquí Cazador, escucho.
-Perdón si te desperté de la siesta. No faltes esta noche al club, Parece que Bianca va a llevar unas amigas.
-Bueno entonces vas a tener que bañarte, espero que no te mueras de la impresión.
-Que gracioso. Nos vemos ahí.
Miró hacia la tarde que se movía plácidamente sobre la calle desierta. El familiar paisaje de cráteres, vehículos incendiados, escombros, se extendía frente a él. La mancha multicolor de un cadáver que aún no había sido retirado era la única anomalía. De pronto, sintió que la piel se le erizaba. A lo lejos, casi en el límite de su alcance, algo se movió. Apoyó el fusil y buscó el objetivo. A esa distancia sólo veía una silueta, podía ser hombre, mujer, joven o viejo. Disparó, sintiendo el golpe del retroceso contra el almohadón que le protegía el pecho. La silueta se detuvo un instante. Había fallado. Escuchó un ¡Olé!, y una carcajada. Furioso por la burla, volvió a tirar, pero el objetivo ya estaba lejos de su furia.
Cuando escuchó el ruido de los tiros, las balas ya habían pasado a centímetros de su cabeza. Se arrastró, juntó sus cosas, y corrió. Corrió hasta estar lo suficientemente lejos como para sentirse a salvo. La gente pasaba a su lado con las bolsas de las compras, bajando la vista para evitar mirarlo.Cuando recobró el aliento miró la hora. Las siete y media, su turno había terminado.

Se duchó rápidamente, soportando los reproches de su madre por salir sin cenar.
-Como algo por ahí mamá, no te preocupes.
-Vivís comiendo porquerías, así vas a enfermarte, no puede ser.
-No seas exagerada, no me va a pasar nada por cenar afuera un día. Llego tarde, no me esperes.

-Miren quien llegó. Vas a tener que pagar la vuelta por ser el último.
-¿Y cuándo no  pagué la vuelta, siendo el primero o el último? Otros no pueden decir lo mismo.
A Gerard le gustaban los viernes. Era día de cobro, de salir con amigos, de emborracharse, de olvidar.
-Gerard, te presento a Justine y a Michelle. Chicas, él es Gerard.
La rubia era muy linda, el tipo de mujer que llamaba la atención inmediatamente. Alta, delgada, de ojos claros y alegres. Pero la amiga, Justine, fue la que más le gustó. Piel aceitunada, boca carnosa, mirada profunda, perfume a misterio y a promesa.
La conversación se animó, la cerveza corrió, las risas aumentaron su frecuencia y su volumen. Gerard invitó a bailar a Justine. Ella lo siguió con una sonrisa prendida de la boca. La vida era hermosa.

En la mañana, al ir a retirar las municiones, le dieron las novedades.
-Se rompió la tregua. Hay que tirarle a todo lo que se mueva.
Una tregua rota, qué novedad. Probablemente se declarara otra en la tarde. Nunca se sabía, esas cosas se decidían muy lejos del alcance de Gerard. El sólo cumplía órdenes. Si había que tirar tiraba.
A media mañana, mientras hacia guardia desde la ventana de un edificio abandonado, llegó Philip.
-¿Cómo va Cazador?
-Hola amigo. ¿Andás bien?
-Bien, deseando matar musulmanes. ¿Cuándo me vas a dejar tirar?
-Ya te va a llegar la hora, no seas impaciente. Hay galletas en mi mochila si querés.
Philip hurgó en la mochila unos segundos, y Gerard pudo ver cómo se le iluminaba la cara al encontrar las galletas. De chocolate, sus favoritas. Era una de las pocas ocasiones en que Philip demostraba los diez años que tenía. Sus padres habían muerto en un bombardeo, y, a pesar de que unos familiares se habían hecho cargo de él, pasaba casi todo el día en la calle. Para Gerard era una compañía que atenuaba la soledad de sus largas jornadas. Le gustaba hacerlo rabiar diciéndole que era muy chico para participar en la guerra, pero al mismo tiempo disfrutaba contándole sus experiencias y se admiraba de su entusiasmo. Le había enseñado a desarmar, aceitar, armar y cargar el AK-47. Ahora el niño lo hacía sin titubear, como un verdadero profesional. En poco tiempo estaría listo para entrar en la milicia.
-¿Esto está muy tranquilo, no?- Philip se asomó por el hueco de la ventana, curioseando, esperando ver un enemigo.
Gerard lo metíó violentamente tirándolo de un brazo. Le pegó un coscorrón en la cabeza mientras lo retaba.
-¡Si querés que te maten es tu problema, pero a mí no me van a matar por tu culpa, pendejo de mierda!¿Cuántas veces te he dicho que hay que estar oculto? Ahora voy a tener que cambiar de posición por tu estupidez.
Philip se alejó unos pasos, con la cara roja y congestionada.
-¡A mi no me toques, cagón! Yo no les tengo miedo a esos monos.
Gerard escuchó la detonación y antes de entender que estaba pasando vio al niño doblarse. Se tiró al piso, arrastrándose en dirección a un rincón alejado de la ventana.
Miró al niño, que le devolvía una mirada impregnada de miedo y sorpresa. Una mancha roja empezaba a extenderse por su camisa.
-Vámonos de acá, rápido.
Recogió el fusil, la ametralladora y la mochila. El niño no se movía, mirándolo con extrañeza.
-¡Apurate carajo, andate ya!
Cuando dejaron el edificio, Gerard miró a Philip, hablándole con la mayor calma de la que fue capaz.
-Tenés que ir al hospital. Yo no puedo acompañarte. Andá rápido. ¿Sabés dónde es?
-Si. ¿Me voy a morir?
Gerard sintió un nudo en la garganta, respiró hondo antes de contestar.
-No, pero tenés que ir ahora, ya, dale.
Philip se puso en marcha, sosteniéndose el estómago, crispando la cara a cada paso por el dolor.
Cuando se había alejado unos metros se dio vuelta.
-Perdoname.
Por primera vez Gerard vio el miedo estampado en la cara del niño.
-Está bien, te va a servir de lección para la próxima. Dale, anda.
Encontró otro lugar adecuado para apostarse. Un viejo edificio bombardeado, el esqueleto de un edificio en realidad, ruinoso, vacío, con muchos recovecos donde esconderse.No podía dejar de pensar en Philip.  Estaba acostumbrado a la muerte, había visto morir mucha gente en Beirut, había sabido de muchos otros, había perdido amigos, familiares, había tenido que matar a gente a la que antes saludaba, sólo porque adoraban a otro dios. Estaba curtido e insensibilizado, pero la mirada aterrorizada de su amigo había logrado conmoverlo. Enfocó su odio en el otro lado de la calle. Gerard recordaba una época diferente, en que nadie le preguntaba al otro su religión o simpatía política. Los niños jugaban, iban  y venían sin restricciones entre los barrios cristianos y musulmanes. Su mejor amigo, Ahmed, era musulmán. Cuando empezaron los tiroteos estuvieron días sin verse, los padres no los dejaban salir de la casa. Nadie pensaba en una guerra civil, todos decían que esa locura iba a detenerse en algún momento. Después, poco a poco, empezaron los traslados. Los cristianos al este, los musulmanes del otro lado. Ahmed y su familia se fueron, no volvió a verlo. Probablemente estuviera enfrente, con su fusil, esperando. Probabemente fuera él quien había disparado contra Philip. Gerard se había planteado muchas veces que haría si un día tuviera en la mira a Ahmed o a alguno de sus familiares. Estaba seguro de que dispararía. "Son ellos o nosotros", le habían dicho en la milicia, una y otra vez, cientos, miles de veces, hasta lograr convencerlo de que no había una verdad superior a esa, más clara ni más evidente. De pronto, como una súbita materialización de su deseo de venganza, apareció alguien enfrente, en diagonal a su posición, cruzando un baldío. Apuntó con la imagen de Philip aún nublándole la mente. Disparó. Pudo ver cómo la tierra se levantaba a pocos centímetros de los pies del hombre. La víctima buscó refugio tras un muro. Otra vez debíó soportar la humillación del ¡Olé! alcanzándolo, seguido de la risa amplia, rotunda en su burla, inevitable. Otra vez, dos días seguidos burlado por el mismo hijo de puta. Gerard apretó los dientes, intentando atravesar los muros con su mirada. Demasiado lejos para su ametralladora, tendría que ser paciente, esperar, con el fusil amartillado, listo para disparar ante el menor movimiento. Pasaron los minutos, la tensión se fue agotando, finalmente debió resignarse a que había perdido su presa.
Al terminar el turno fue hasta el hospital. Philip estaba internado. Había perdido mucha sangre, y había soportado una operación de varias horas. Quiso preguntar más, pero los familiares, mirándolo con hostilidad, le exigieron que se fuera. Gerard los miró sin disimular su desprecio. Como tantos otros, temían y odiaban a los milicianos, a quienes culpaban por la guerra. Para Gerard eran sólo unos hipócritas. Sin decir nada más, se dio vuelta y se fue.
Entró al bar yendo directo hacia la barra, buscando aplacar los nervios del día en un vaso de alcohol. Francois y Marcel, dos colegas, estaban ahí.
-Cazador, que bueno verte por acá. ¿Qué se cuenta?
-Vine a tomarme una, no tuve mi mejor día.
Los otros se miraron, intercambiando sonrisas socarronas.
-Si, parece que hay alguien que te tiene a maltraer.
Intentó disimular el fastidio, haciendo como que miraba a la gente que conversaba en las mesas.
-Las noticias viajan rápido en Beirut.
Las risas le cayeron mal, instalándolo en una incomodidad de la que no pudo salir en el resto de la noche.

El cielo había amanecido malhumorado, cerniéndose desganado sobre las terrazas de los edificios, gris y hostil. Las calles se presentaban húmedas y resbalosas. Gerard se movía sin prisa, calculando distancias, midiendo ángulos mentalmente, observando alturas. Decidió buscar un lugar directamente sobre la Línea Verde. Sabía que era una imprudencia, el riesgo de ser localizado era inversamente proporcional a la distancia, por lo general los francotiradores buscaban apostarse en calles laterales, oblicuos a la calle, por lo menos a trescientos metros de las líneas enemigas. Pero no podía permitirse más fallos, más que nunca debía estar alerta, golpear y huir, no dejarles lugar a la respuesta, porque de no ser así terminaría muerto.
Encontró un lugar a ras del piso, una casa abandonada, llena de agujeros y recovecos donde esconderse, con una puerta trasera muy conveniente para el caso de una huida necesaria, y un muro semiderruido delante que le serviría de escudo. Buscó una ubicación cómoda, provisto con abundancia de la mayor virtud de un buen francotirador: la paciencia.
Nada se movía sobre la Línea Verde, lo que una vez había sido una avenida vivaz y luminosa en la que dos comunidades se mezclaban, paseaban, reían, ahora era un páramo siniestro, una sucursal del infierno que aquellos que se atrevían a intentar cruzar terminaban abonando con su sangre. Los francotiradores eran los guardias de esa frontera, los encargados de mantener a los dos pueblos aislados, incomunicados, revueltos en el odio a los que estaban más allá.
Un calor sofocante empezó a brotar de las piedras inertes y del polvo, bañando la mañana y lamiendo los escaparates muertos de los comercios. Enfocó la vigilancia en la zona donde había aparecido el responsable de su humillación los dos días anteriores.  El silencio de la zona muerta era interrumpido por disparos aislados de vez en cuando, e incluso por alguna explosión. La guerra parecía dormir, inofensiva y ajena, pero siempre estaba ahí, acechante, sedienta, inmune al miedo y al dolor de sus víctimas.
Pasaron las horas y su espera se volvió resignación. Nada se movía del otro lado, ni siquiera un perro callejero alteraba la monotonía. Gerard se metió en la boca un chicle, masticándolo con violencia en un intento de reducir la tensión que se le desgranaba por el cuerpo. Finalmente su paciencia se vio recompensada. Doblando una esquina, a pocos metros de donde lo había visto el día previo, apareció la presa. Lo siguió en silencio unos segundos. No podía estar seguro de que fuera el mismo, pero el gesto de despreocupación, el andar dominguero, el pasto que le bailaba en la boca lo convertían en un loco como los que no quedaban muchos vivos en esa época. Esta vez no se le iba a escapar, nunca había errado un tiro a esa distancia. Quiso tirarle, pero sintió la necesidad de que se diera cuenta, antes de morir, de dónde había venido el disparo. No sabía porqué, pero lo sentía como un asunto personal. 
-¡Te llegó la hora hijo de puta!
El otro quedó parado con la boca abierta,  mirando hacia enfrente con el pasto colgando de una comisura. Gerard apretó el gatillo y lo vio desplomarse como un monigote. De pronto, la bestia despertó, las balas empezaron a silbar y a rebotar a su alrededor. Corrió con desesperacíón escuchando el tableteo de la muerte en sus talones. Un silbido penetrante lo envolvió, y la explosión lo hizo rebotar con violencia contra una columna. Se incorporó, ignorando el dolor y el aturdimiento. Se arrastró como pudo hasta la Kalachnikov, pero cuando quiso empuñarla vio que le faltaba la mitad de la mano derecha, sólo le quedaban el pulgar y el índice, el resto era una amasijo de sangre y carne viva. Levantó la vista, un miliciano le apuntaba con un lanzacohetes, preparando un segundo disparo. Se sintió inerme. Absurdamente pensó en que llegaría tarde para cenar con su madre. Vio ante sus ojos la boca tibia, recién descubierta, de Justine. El miliciano sacudió la cabeza, como saludándolo antes de apretar el gatillo, y se desmoronó. Alguien de su lado lo estaba ayudando. Tomó la metralleta con la mano izquierda y disparó sin apuntar. Corrió perdiendo la noción del tiempo. De su boca brotaban insultos mezclados con gritos  de rabia. Un falangista corrió a su encuentro, abrazándolo para calmarlo.
-Estás loco muchacho, no vas a durar mucho así.
-¡Maté a ese hijo de puta,con el Cazador nadie jode!
El  miliciano lo miró. Gerard apretaba el muñón contra el pecho, intentando parar la hemorragia.
-Vamos a curarte, vení conmigo.
Gerard caminó sin saber que estaba haciendo o a dónde estaba yendo. Se dio cuenta de que lloraba y sintió vergüenza. Pensó en su madre. Se iba a poner como loca cuando se enterara.
Por otra parte, unos días de vacaciones no iban a venirle mal.







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