jueves, 17 de noviembre de 2011

Travesía

La noche se acerca, su presencia se anuncia en el largo de las sombras, en el frío que avanza  decidido, en la capa de melancolía que crece minuto a minuto. Uno de los últimos rayos de sol, ya debilitado, entra por la ventana de la celda. Repta, indeciso, se encuentra con la cara de Julio García, rebota contra las cicatrices y las arrugas de esa cara que parece anterior al tiempo, se incrusta en el tajo de la boca, muere en los tatuajes del cuello. Julio mira, a través de los barrotes oxidados,lo que queda del patio en la tarde,la aguja insolente del mástil, que en su cúspide sostiene una bandera. Se detiene en el rectángulo de tela flameante, fija la mirada en los colores gastados, murmura una maldición. Alza la vista y la posa  en las montañas, ya opacas, que se levantan en el horizonte. Mira el paisaje de cumbres oscuras, testigos mudos de sus últimas horas. Un escalofrío le recorre la espalda. Pensar en la muerte, en la inminencia de la nada enroscándose en su cara, como un reptil viscoso penetrándole los huesos lentamente, hace que se le aflojen las piernas. Decide evitar pensar en ella, mira con fuerza en dirección a las montañas, concentrándose en las sombras gigantescas que recortan lo que queda del cielo diurno. A lo lejos, paciendo, las montañas, y más allá, invisible, inalcanzable para sus ojos, debe estar el mar. Piensa en el mar. Una lluvia de recuerdos se precipita en su cabeza, saturada de imágenes de amaneceres fríos, cielos infinitos, olas encabritadas. Afila un poco la memoria hasta recordar el olor a sal, impregnando cada pliegue de su niñez. Cierra los ojos, para mantener cautivo ese aroma, temiendo que alguna distracción le permita escapar. Mira ahora los brazos de su padre, Adolfo García, pintados por el sol, día tras día, año tras año, de un color madera brillante. Solía mirarlo mientras preparaba las redes, gigante contra la bóveda del cielo, con el tabaco colgando de los labios duros, y le parecía estar mirando una escultura, como las que tallaban algunos pescadores usando una navaja y un tarugo de madera. Julio lo miraba trabajar, miraba los brazos fibrosos que se movían como si tuvieran vida propia, como si fueran  independientes del resto del cuerpo, hechos definitivamente para estar moviéndose siempre, cinchando, atando, levantando. Recuerda ahora a su padre parado en la playa, mirando al mar. Él miraba a su padre, y éste al suyo, a ese padre severo y generoso, misterioso y bravío, que en el rumor de sus olas hablaba de lo pasajero de la vida y de lo eterno de la muerte. La muerte. Aprieta los párpados para fijar los recuerdos, para evadir la fría bestia que le muerde la carne. ¡Fuera, fuera, puta! Recuerda los días de mar picado, la cara de su padre reflejando la impaciencia de las olas, sintiéndose traicionado tal vez por el viento, por el cielo, por el Dios de las profundidades marinas. Cuando había tormenta no salía el bote, por lo tanto no había pesca, y se las tenían que arreglar con lo que tuvieran, ya que esos días no verían llegar a la madre con el surtido del almacén.
Es tarde, el sol se ha fugado  más allá de los muros del horizonte. Las montañas ya no se ven, camufladas en la oscuridad. Julio García se acuesta en el sucio camastro de la celda y prende un cigarro. Está solo, es el privilegio de los condenados a muerte. Solo con la sombra de la muerte creciendo segundo a segundo, filtrándose entre los barrotes indefensos. Siente el revoltijo en el vientre, se obliga a pensar en el olor a sal de sus ocho años. Cierra los ojos y ve a su padre, empujando el bote en la mañana húmeda. Había amenaza de tormenta; después, con un tono de reproche contenido, todos lo repetían. Lo que no decían era que Adolfo García había salido muchas veces, pese a los pronósticos. El se guiaba por su instinto, confiaba en lo que le decían los huesos, más que en lo que podían advertir los informes meteorológicos. Julio vio el bote alejarse, achicándose con el paso de los minutos, cabalgando las primeras olas de la mañana, bañada la cubierta por un sol perezoso, perpendicular a la esperanza.  Vio la silueta de Adolfo plantada en el puente, balanceándose en el borde de la eternidad, alejándose de espaldas a la costa y a la vida. A media mañana, el cielo se cubrió repentinamente con un tapiz de  nubes, negras como el destino. Cerca del mediodía, un trueno, solemne, ancho, aterrador, dio inicio a la tormenta. Julio y sus hermanos corrieron a refugiarse en la casa. El viento y la lluvia azotaban la ventana con furia, haciendo imposible ver lo que pasaba afuera. Julio escuchó, detrás, un sonido extraño, como un gorgoteo. Al mirar la cara de su madre surcada de lágrimas sintió miedo.
Miedo. Se incorpora y se sienta para prender otro cigarro, como si pudiera, con ese acto, sacudirse de encima la presión pegajosa. Baja y camina por la celda, yendo y viniendo, sintiéndose desangrar a cada paso, ahogado por la ola creciente de la angustia.
Se paró en la orilla, queriendo ver la proa del bote amaneciendo entre las olas, suplicándole al abismo que le devolviera a su padre, que se cobrara su propia vida como el pago necesario para su regreso. Unas pocas mañanas después, medio dormido, lo subieron a un camión destartalado que, arrastrándose entre las dunas, lo llevó, junto a su madre y sus hermanos, con rumbo a lo desconocido, a un lugar privado de la presencia del mar. Julio miró, zarandeándose, entre los pocos muebles que habían cargado, la serena faz líquida que parecía despedirlos con su lento balanceo. Nunca volvió a ver el mar.
El ruido de los pasos lo hacen caer en la realidad.
_Es la hora.- dice el guardia más viejo. Sin contestar, adelanta los brazos para que le pongan las esposas. Empieza  la procesión por el corredor de la muerte, y el resto de los presos, unánimes en el horror, gritan, golpean, aúllan su solidaridad con el condenado. Julio García camina detrás de los guardias, al principio piensa que no tendrá fuerzas para llegar a la puerta, que adivina al fondo del pasillo. Después empieza a afirmarse, levanta la vista y entorna los ojos para evitar que los lastime el sol. Siente, con cada paso que lo acerca a la inyección siniestra, cómo las olas crecen en sus flancos, mientras el cielo y las aguas combaten, haciéndolo caer en su fuego cruzado. Se hunde, pero ya no tiene miedo. La tormenta es ahora una imagen congelada, ve la cara de su padre e intenta sonreír mientras  la espuma salada le llena la boca.

1 comentario:

  1. Me encantó!! Otra obra maestra!! Pero esta vez se me erizó la piel, me dio escalofríos.... u.u

    ResponderEliminar