lunes, 6 de junio de 2011

Pecados capitales: la envidia

Era el mejor jugador de la cuadra, hasta que un día apareció al costado de la cancha un niño, de cara feliz como la palabra indisciplina y  ojos saltarines bajo la nube roja del pelo enmarañado. Parecía escrutarlos con menos curiosidad  que complacencia, como Moisés al divisar la tierra prometida, sabiendo que había encontrado su lugar, que la búsqueda había terminado.
-¿Puedo jugar?
Unos pocos días y partidos después, ya era el primero en ser elegido cuando "pisaban", el que todos buscaban, el que lograba que los demás lo escucharan  y lo siguieran. En fin, el nuevo líder. Antonio, como todos, estaba fascinado con la energía que escapaba a raudales de ese cuerpo conciso e inquieto, con la determinación que parecía guiar cada uno de sus  movimientos. Juan era la pasión personificada. Además, era leal,  con una lealtad de las que molestan, es decir, totalmente desinteresada. Él siempre estaba cuando el amigo lo necesitaba, compartía la alegría con la misma entereza que la pena, prodigaba consuelo cuando era necesario, risa cuando era adecuado, puteada cuando se imponía. La química fue instantánea entre ellos. Antonio se convirtió en la mano derecha de Juan.Se dedicaron a compartir esa etapa de la vida en que todo parece una aventura, en que todo parece estar ahí para ser descubierto y gozado, como un tesoro expectante e inminente que aguarda cada día ser encontrado a la vuelta de una esquina. Antonio se sentía orgulloso de ser el mejor amigo de Juan, de ser el elegido por Juan para las rabonas de la escuela o el robo de moras de  los domingos. En ese entonces quería a Juan, sin lugar a dudas. Ya se sospechaba menos que él, pero eso no lo molestaba, su alma aún no había sido impregnada por las emanaciones ponzoñosas de la envidia.
Y un día llegó Gloria, con su carita de muñeca perdida, sintiéndose observada, sufriendo por ser la nueva de la clase, buscando  con sus ojos de almendra un lugar donde acomodarse, casi suplicando piedad por su irrupción. Su inteligencia y delicadeza llamaron la atención de Antonio.Muy pronto se enamoró de ella, con una devoción infantil sólo comparable a su incapacidad para expresarla. No sabía como enfrentarse a esos nuevos sentimientos, en su mente se formó una imagen de Gloria como un ser angelical y perfecto, alguien inalcanzable de quien jamás podría merecer su amor. Sólo alguien superior, un príncipe o un superhéroe podría llegar a ocupar los pensamientos de Gloria y ser la causa de sus suspiros. Se avergonzaba cuando ella le hablaba, tartamudeaba, perdía su aplomo, quería escapar de su lado para recuperar el sosiego. Sin embargo, invariablemente terminaba inventando excusas y motivos para estar cerca de ella, para escuchar su voz, para recibir una sonrisa de Gloria como un disparo de éxtasis en el pecho. Antonio vivía menos de lo que soñaba. Soñaba con Gloria, con la voz de Gloria llamándolo, con los labios de Gloria buscándolo, con su alma reclamándolo. En sus sueños, Antonio podía ver los pensamientos de Gloria saliendo de su cabeza, definidos sus colores y sus formas, y esas formas eran las de la cara de Antonio. Antonio riendo, Antonio hablando, Antonio durmiendo(soñando con Gloria).
En la última semana de clase de aquél año inolvidable se decidió a hablarle. Gloria le había dicho que se iba con su familia de vacaciones todo enero, lo que para Antonio fue como si lo balancearan sobre las compuertas del infierno. Se dijo es ahora o nunca.  Llegó el día elegido, y Antonio, enfrentando a sus miedos uno por uno, solamente armado con las balas urgentes del amor, emergió  decidido a dar el paso. Se levantó casi con la mañana. Un hormigueo le recorría el cuerpo de norte a sur. Se miró en el espejo, desaprobándose, buscando sosegar la rebeldía de su pelo con un fijador del hermano que encontró en el botiquín.
Sorteó la brizna de vergüenza que se le pegó en las orejas al salir de su casa con el ramo de flores, ya semimarchitas, que había pasado la noche bajo la sombra de su cama. La mañana se mostraba tentadora como un caramelo recién desenvuelto. La bicicleta lo llevó dejando atrás sus temores, cortando el viento con la cara. Llegó a la esquina de la casa de Gloria enfrentado a la obligación de reducir la velocidad. Miró las flores, contempló los destellos remanentes de su original majestad, intentó acomodarlas pero no supo cómo. Caminó unos metros y los vio junto a la puerta. Se tomaban de la mano y se miraban con esa pasión primeriza imposible de describir con palabras, La boca de Juan florecía susurros en el oído sonrojado de Gloria. Absortos uno en el otro, permanecian ajenos al mundo en un tiempo propio, inexpugnable para los demás, inalcanzables. Antonio detuvo sus pasos, y el tiempo, sorprendido, se detuvo con él. Juan y Gloria no lo habían visto, entretenidos como estaban en acariciarse con palabras y con risas, en dejar jugar al tacto de sus dedos jóvenes con el pelo y la piel erizada. Antonio quiso decir algo, pero no pudo. Regresó sobre su huella sin que lo vieran, se encerró en su cuarto y se dedicó a odiarse y a odiar a Juan minuciosamente, esculpiendo los rasgos del odio milímetro a milímetro en la oscuridad, dejando hincharse al odio con cada respiración, alimentándolo en silencio con las manos en la nuca, mirando al techo sin mirarlo, concentrado en urdir planes de reivindicación ahítos de la oscura sangre del traidor.

Antonio cerró los ojos un instante al enfrentarse al aliento frío de la noche. Había tomado bastante y se sentía un poco mareado. Detrás suyo sonaron unas carcajadas como botellas dándose contra el piso. Juan y Gloria se despedían de los demás. Antonio giró para esperarlos. Miró a Juan, admiró sus gestos desenvueltos, ponderó ese aura de algo indefinible que Juan emanaba constantemente y que  quienes lo conocían solían llamar carisma. Gloria se acomodaba la bufanda con un movimiento elegante de su mano izquierda. Antonio la miró, lo miró a Juan, los miró a los dos, espléndidos, bendecidos por los dioses, ligados por una correspondencia biunívoca y ostensible. Gloria reía  de alguna ocurrencia ingeniosa de Juan, y su risa impregnaba la noche matizando el frío insoportable que la cubría. Antonio no dejaba de maravillarse de la felicidad que irradiaba esa risa; no podía, escuchando la risa de Gloria, dejar de sentir asombro ante esa evidencia incontrastable de que la felicidad existía, y, más que eso, era una entidad casi palpable. Antonio volvió a cerrar los ojos para intentar captar el perfume de la felicidad en los últimos flecos de la risa de Gloria. Por un momento sintió la necesidad de levantar las manos desnudas para atrapar a la felicidad, para atraer hacia su pecho con las diez garras crispadas de los dedos a esa felicidad que pasaba sobre su cabeza, que rozaba su ropa , que lo atravesaba de lado a lado sin dejarle ni un vestigio entre la carne. Y era por Juan. Antonio se negaba a repetírselo con palabras, pero no era necesario, bastaba con sentir el hueco creciendo en el vientre, alcanzaba con soportar, inmaculado, el latigazo de desazón al comprobar cómo los ojos de Gloria rejuvenecían al mirar a Juan, cómo el cuerpo de Gloria hablaba el mudo lenguaje de la plenitud al tener a Juan cerca, al hablar de él, o al pensar silenciosamente en él cuando no estaba. Le dolía casi hasta lo insoportable ver feliz a Gloria por causa de Juan, a veces pensaba que lo mejor sería dejar de verlos, inventar una ofensa, articular un argumento que justificara una desaparición de los lugares y los tiempos de encuentro habituales. Pero no podía resignarse a no verla más, prefería soportar el afilado golpe de los celos entre las costillas al verla junto a Juan, al verla reír y ser feliz con Juan, antes que no verla. Gloria amaba a Juan, su mejor amigo, y él amaba a Gloria. Antonio se reía con una risa más amarga que el llanto al repetírselo. "En que linda telenovela venezolana estoy metido." Además, Antonio se dejaba llevar por el pensamiento de que tal vez, algún inimaginable día, al abrir los ojos, se encontraría con la sorpresa de un mundo con Gloria y Juan separados, de un mundo imposible de Gloria abandonada por Juan y necesitada de consuelo. En semejante mundo Antonio podría quizás recoger algunas migas de lo que dejara Juan. Podría sentirse Juan por un día, sentir en el cuerpo algo parecido a la felicidad al poseer aunque fuera por un día aquello que había sido de Juan. Por un día. Antonio abrió los ojos y enfrentó al rostro mudo de la noche, aterrizado de vuelta en el mundo  prosaico de los lazos triangulares encubiertos.

Abrió los ojos sobresaltado por el  crepitar insistente del celular sobre la mesa de luz. Tres de la mañana, no podía ser nada bueno. Era Juan. Escuchó las cuatro primeras palabras, después se dejó tragar por el abismo huracanado que se le abrió paso desde adentro, desgarrándolo sin piedad ni contemplaciones.

Mirando la cara desfalleciente de Juan, midiendo las marcas dejadas por las esquirlas de la tristeza en sus rasgos, las huellas de esa tristeza inesperada que los cruzaba transversalmente, igualándolos por primera vez, nivelando por primera vez, al influjo de su marea, nobleza y mezquindad, brillantez y mediocridad, viendo la sombra de la tristeza extenderse sobre la frente indefensa de Juan, y sintiendo el simultáneo movimiento de la satisfacción creciendo en sus entrañas, Antonio no pudo dejar de agradecerle a Gloria por haberse muerto. Su amada Gloria, eterno blanco de su trunco amor, ahora invicta ante la decadencia y la vejez, victoriosa a la erosión del tiempo, fijada para siempre en el plano indestructible del recuerdo. No podía haber tenido mejor destino, pensaba Antonio. Se quedó ahí, sorprendido por la repentina conciencia del volumen apabullante de su miseria, mirando a Juan con ganas, con el gesto más triste que pudo elaborar, con miedo de que se le notara el vendaval de algarabía que le azotaba el cuerpo.

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