viernes, 1 de mayo de 2009

La visita.

Ayer estuve todo el día en casa pensando. Digo pensando pero en realidad debería decir siendo invadido, o asaltado, o algún otro equivalente, por una jauría incontrolable de pensamientos. Miraba por la ventana y ellos se interponían entre la superficie luminosa del vidrio y mis ojos; iba a la cocina o al baño y ellos me seguían pegándoseme con sus ventosas y sus garras; pretendía leer un libro y me lo sacaban de las manos. Intenté alejarlos de mí sin mucho entusiasmo. En eso estaba cuando sonó el timbre. Era Luisa. La recibí con esa alegría reservada a las visitas ansiadas e inesperadas.
Estaba igual que la última vez que la había visto. Su sonrisa tibia me abrazó sin pedir permiso; sus ojos inteligentes seguían inspirando el mismo sentimiento de curiosidad y admiración. Estuvimos hablando toda la tarde. La conversación transcurrió con la naturalidad con que corre un arroyo. Hablamos de las cosas de siempre, de nuestra infancia, de papá y mamá, de nuestras peleas, de nuestros amigos y del tiempo que nos vió crecer y alejarnos lentamente. Pero también hablamos de otras cosas, nos dijimos lo que nunca nos habíamos dicho, fuera por pudor o por orgullo. Nos reímos, lloramos y nos abrazamos viendo fotos de aquellos tiempos. Cuando se fue ya había anochecido, y yo pude leer sin pensamientos molestos revoloteando a mi alrededor.
Que cosa, ayer estuvo Luisa por casa, y hoy justamente hace un año de su muerte.

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